La puerta se abrió en silencio.
No hubo música de orquesta ni flores cayendo del cielo. Solo el sonido del mar.
Me quedé unos segundos en el umbral.
Respiré.
Y caminé.
La piedra clara bajo mis tacones marcaba un ritmo que parecía otro latido. Paso a paso, cruzando ese jardín antiguo, esa terraza rodeada de cipreses y olivos. A los lados, las pocas personas que importan. Mi madre, con los ojos brillantes. Mi hermano, firme. Mi padre serio pero con un aura distinta a la que siempre tiene.
El altar era simple. Una estructura de madera clara cubierta por flores blancas y ramas de olivo. Más atrás, el acantilado. Y el mar.
Me coloqué en el sitio que habíamos acordado. A la izquierda. Las manos quietas. La espalda recta. El pecho contenido.
El vestido caía perfecto sobre mi cuerpo. El viento me rozaba el cuello. El sol, ya bajando, daba esa luz dorada que hace que todo parezca parte de una escena que no debería tocarse.
Pero yo estaba allí.
Esperándola.
Y entonces supe, sin verla aún, que venía.
Mía Russo
No hubo música de orquesta ni flores cayendo del cielo. Solo el sonido del mar.
Me quedé unos segundos en el umbral.
Respiré.
Y caminé.
La piedra clara bajo mis tacones marcaba un ritmo que parecía otro latido. Paso a paso, cruzando ese jardín antiguo, esa terraza rodeada de cipreses y olivos. A los lados, las pocas personas que importan. Mi madre, con los ojos brillantes. Mi hermano, firme. Mi padre serio pero con un aura distinta a la que siempre tiene.
El altar era simple. Una estructura de madera clara cubierta por flores blancas y ramas de olivo. Más atrás, el acantilado. Y el mar.
Me coloqué en el sitio que habíamos acordado. A la izquierda. Las manos quietas. La espalda recta. El pecho contenido.
El vestido caía perfecto sobre mi cuerpo. El viento me rozaba el cuello. El sol, ya bajando, daba esa luz dorada que hace que todo parezca parte de una escena que no debería tocarse.
Pero yo estaba allí.
Esperándola.
Y entonces supe, sin verla aún, que venía.
Mía Russo
La puerta se abrió en silencio.
No hubo música de orquesta ni flores cayendo del cielo. Solo el sonido del mar.
Me quedé unos segundos en el umbral.
Respiré.
Y caminé.
La piedra clara bajo mis tacones marcaba un ritmo que parecía otro latido. Paso a paso, cruzando ese jardín antiguo, esa terraza rodeada de cipreses y olivos. A los lados, las pocas personas que importan. Mi madre, con los ojos brillantes. Mi hermano, firme. Mi padre serio pero con un aura distinta a la que siempre tiene.
El altar era simple. Una estructura de madera clara cubierta por flores blancas y ramas de olivo. Más atrás, el acantilado. Y el mar.
Me coloqué en el sitio que habíamos acordado. A la izquierda. Las manos quietas. La espalda recta. El pecho contenido.
El vestido caía perfecto sobre mi cuerpo. El viento me rozaba el cuello. El sol, ya bajando, daba esa luz dorada que hace que todo parezca parte de una escena que no debería tocarse.
Pero yo estaba allí.
Esperándola.
Y entonces supe, sin verla aún, que venía.
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