La habitación era blanca. Paredes de piedra, suelo antiguo, cortinas que se movían apenas. Una brisa entraba por el ventanal abierto.
Yo, sentada frente al espejo.
Me estaban maquillando. Una línea negra fina, precisa. Nada exagerado. Sombra cálida, piel limpia, labios apenas color vino.
Mi madre estaba en el sofá. No hablaba. Solo me miraba con esa mezcla de orgullo y miedo que se le pone en la cara cuando recuerda que su hija no eligió una vida fácil.
Mi hermano menor, apoyado en el marco de la puerta, jugaba con la pulsera que le regalé años atrás. No decía nada, pero sonreía con los ojos.
El vestido colgaba desde temprano, esperándome. Blanco, largo, liso. Espalda descubierta. La elegancia justa. Como todo lo que elijo. Como ella.
Cuando terminaron de maquillarme, me levanté y fui hasta el perchero. Lo tomé con calma. Lo deslicé sobre mi piel desnuda con ese pequeño escalofrío que da el saber que algo se vuelve real justo al tocarlo.
Me peiné yo misma. Moño apretado, impoluto.
El aire me tocó la nuca. Ajusté los tirantes. Me puse los tacones.
Y respiré.
Ya casi llega el momento.
Yo, sentada frente al espejo.
Me estaban maquillando. Una línea negra fina, precisa. Nada exagerado. Sombra cálida, piel limpia, labios apenas color vino.
Mi madre estaba en el sofá. No hablaba. Solo me miraba con esa mezcla de orgullo y miedo que se le pone en la cara cuando recuerda que su hija no eligió una vida fácil.
Mi hermano menor, apoyado en el marco de la puerta, jugaba con la pulsera que le regalé años atrás. No decía nada, pero sonreía con los ojos.
El vestido colgaba desde temprano, esperándome. Blanco, largo, liso. Espalda descubierta. La elegancia justa. Como todo lo que elijo. Como ella.
Cuando terminaron de maquillarme, me levanté y fui hasta el perchero. Lo tomé con calma. Lo deslicé sobre mi piel desnuda con ese pequeño escalofrío que da el saber que algo se vuelve real justo al tocarlo.
Me peiné yo misma. Moño apretado, impoluto.
El aire me tocó la nuca. Ajusté los tirantes. Me puse los tacones.
Y respiré.
Ya casi llega el momento.
La habitación era blanca. Paredes de piedra, suelo antiguo, cortinas que se movían apenas. Una brisa entraba por el ventanal abierto.
Yo, sentada frente al espejo.
Me estaban maquillando. Una línea negra fina, precisa. Nada exagerado. Sombra cálida, piel limpia, labios apenas color vino.
Mi madre estaba en el sofá. No hablaba. Solo me miraba con esa mezcla de orgullo y miedo que se le pone en la cara cuando recuerda que su hija no eligió una vida fácil.
Mi hermano menor, apoyado en el marco de la puerta, jugaba con la pulsera que le regalé años atrás. No decía nada, pero sonreía con los ojos.
El vestido colgaba desde temprano, esperándome. Blanco, largo, liso. Espalda descubierta. La elegancia justa. Como todo lo que elijo. Como ella.
Cuando terminaron de maquillarme, me levanté y fui hasta el perchero. Lo tomé con calma. Lo deslicé sobre mi piel desnuda con ese pequeño escalofrío que da el saber que algo se vuelve real justo al tocarlo.
Me peiné yo misma. Moño apretado, impoluto.
El aire me tocó la nuca. Ajusté los tirantes. Me puse los tacones.
Y respiré.
Ya casi llega el momento.
