Las hojas crujían bajo sus pies mientras el bosque ardía. Lenguas de fuego danzaban por los árboles como serpientes hambrientas, tiñendo el cielo de un rojo feroz. El humo era denso, caliente, y convertía todo en una neblina sofocante. Pero entre las llamas y el caos, una silueta infantil se movía con firmeza, sin miedo.
★¡Vamos, Don Niebla! ¡Por allá escuché a más pequeñines! —gritó el pequeño vagabundo, con las mejillas sucias de hollín y los ojos brillando de determinación.
Don Niebla, siempre elegante incluso en medio del desastre, caminaba con sus largas zancadas inhumanas, protegiendo con su cuerpo a dos pequeñas criaturas acurrucadas en sus brazos: los conejitos alados que habían rescatado antes. Su máscara de porcelana, con su eterna expresión pintada de payaso triste, parecía aún más fantasmal con el reflejo del fuego.
El pequeño, con una mano sujetado al abrigo de Don Niebla y la otra extendida al frente, conjuraba una a una burbujas transparentes y chispeantes como discos de agua.
★¡¡Disck-Disck splash!! —exclamó, lanzando una ráfaga de burbujas hacia un árbol que estaba por caer en llamas. Las burbujas estallaron en ondas de energía acuosa, frenando el fuego lo suficiente para abrir un camino.
Ambos se abrieron paso entre los árboles humeantes, siguiendo los chillidos asustados de más criaturas. Don Niebla se agachó para permitir que un ciervo con alas rotas y un par de zorros diminutos se ocultaran bajo su abrigo. El pequeño vagabundo chasqueó la lengua, agitando la brújula rota colgando de su bolsa.
★¡Dice que para allá hay más amigos! ¡Vamos, vamos! —dijo sin detenerse, jadeando de la emoción, no del miedo.
A medida que la noche caía sobre el bosque carbonizado, la silueta de un niño de cabello alborotado y su enorme guardián brumoso desaparecían entre las brasas, llevando a salvo a un pequeño ejército de criaturas que, en otro mundo, no habrían tenido salvación.
El viento trajo un murmullo confuso desde las sombras de la espesura.
† ᴷʳᵉʰ... ᴸᵒˢ ᵛⁱᵛᵒˢ... ⁿᵒ ᵈᵉᵇᵉʳⁱᵃⁿ ᵐᵒʳⁱʳ ˢᵒˡᵒˢ... —
susurró Don Niebla con una voz que nadie más podría entender.
Pero el pequeño vagabundo simplemente sonrió.
★¡Lo hicimos bien, amigo! ¡Nos ganamos cena extra esta noche!
★¡Vamos, Don Niebla! ¡Por allá escuché a más pequeñines! —gritó el pequeño vagabundo, con las mejillas sucias de hollín y los ojos brillando de determinación.
Don Niebla, siempre elegante incluso en medio del desastre, caminaba con sus largas zancadas inhumanas, protegiendo con su cuerpo a dos pequeñas criaturas acurrucadas en sus brazos: los conejitos alados que habían rescatado antes. Su máscara de porcelana, con su eterna expresión pintada de payaso triste, parecía aún más fantasmal con el reflejo del fuego.
El pequeño, con una mano sujetado al abrigo de Don Niebla y la otra extendida al frente, conjuraba una a una burbujas transparentes y chispeantes como discos de agua.
★¡¡Disck-Disck splash!! —exclamó, lanzando una ráfaga de burbujas hacia un árbol que estaba por caer en llamas. Las burbujas estallaron en ondas de energía acuosa, frenando el fuego lo suficiente para abrir un camino.
Ambos se abrieron paso entre los árboles humeantes, siguiendo los chillidos asustados de más criaturas. Don Niebla se agachó para permitir que un ciervo con alas rotas y un par de zorros diminutos se ocultaran bajo su abrigo. El pequeño vagabundo chasqueó la lengua, agitando la brújula rota colgando de su bolsa.
★¡Dice que para allá hay más amigos! ¡Vamos, vamos! —dijo sin detenerse, jadeando de la emoción, no del miedo.
A medida que la noche caía sobre el bosque carbonizado, la silueta de un niño de cabello alborotado y su enorme guardián brumoso desaparecían entre las brasas, llevando a salvo a un pequeño ejército de criaturas que, en otro mundo, no habrían tenido salvación.
El viento trajo un murmullo confuso desde las sombras de la espesura.
† ᴷʳᵉʰ... ᴸᵒˢ ᵛⁱᵛᵒˢ... ⁿᵒ ᵈᵉᵇᵉʳⁱᵃⁿ ᵐᵒʳⁱʳ ˢᵒˡᵒˢ... —
susurró Don Niebla con una voz que nadie más podría entender.
Pero el pequeño vagabundo simplemente sonrió.
★¡Lo hicimos bien, amigo! ¡Nos ganamos cena extra esta noche!
Las hojas crujían bajo sus pies mientras el bosque ardía. Lenguas de fuego danzaban por los árboles como serpientes hambrientas, tiñendo el cielo de un rojo feroz. El humo era denso, caliente, y convertía todo en una neblina sofocante. Pero entre las llamas y el caos, una silueta infantil se movía con firmeza, sin miedo.
★¡Vamos, Don Niebla! ¡Por allá escuché a más pequeñines! —gritó el pequeño vagabundo, con las mejillas sucias de hollín y los ojos brillando de determinación.
Don Niebla, siempre elegante incluso en medio del desastre, caminaba con sus largas zancadas inhumanas, protegiendo con su cuerpo a dos pequeñas criaturas acurrucadas en sus brazos: los conejitos alados que habían rescatado antes. Su máscara de porcelana, con su eterna expresión pintada de payaso triste, parecía aún más fantasmal con el reflejo del fuego.
El pequeño, con una mano sujetado al abrigo de Don Niebla y la otra extendida al frente, conjuraba una a una burbujas transparentes y chispeantes como discos de agua.
★¡¡Disck-Disck splash!! —exclamó, lanzando una ráfaga de burbujas hacia un árbol que estaba por caer en llamas. Las burbujas estallaron en ondas de energía acuosa, frenando el fuego lo suficiente para abrir un camino.
Ambos se abrieron paso entre los árboles humeantes, siguiendo los chillidos asustados de más criaturas. Don Niebla se agachó para permitir que un ciervo con alas rotas y un par de zorros diminutos se ocultaran bajo su abrigo. El pequeño vagabundo chasqueó la lengua, agitando la brújula rota colgando de su bolsa.
★¡Dice que para allá hay más amigos! ¡Vamos, vamos! —dijo sin detenerse, jadeando de la emoción, no del miedo.
A medida que la noche caía sobre el bosque carbonizado, la silueta de un niño de cabello alborotado y su enorme guardián brumoso desaparecían entre las brasas, llevando a salvo a un pequeño ejército de criaturas que, en otro mundo, no habrían tenido salvación.
El viento trajo un murmullo confuso desde las sombras de la espesura.
† ᴷʳᵉʰ... ᴸᵒˢ ᵛⁱᵛᵒˢ... ⁿᵒ ᵈᵉᵇᵉʳⁱᵃⁿ ᵐᵒʳⁱʳ ˢᵒˡᵒˢ... —
susurró Don Niebla con una voz que nadie más podría entender.
Pero el pequeño vagabundo simplemente sonrió.
★¡Lo hicimos bien, amigo! ¡Nos ganamos cena extra esta noche!


