En cierta realidad, en la que no se aguantan la consciencia de las cosas, un pescador esbozó un trabalenguas con sus desglosados rezos, esos con forma de cordeles y carnadas, que ante mí exhibía, como si no fuera asunto de sus alevines. Retenía unos cuatro gusanos en su caja más preciada, con la que se anunció el reguero de sus besos sobre el lagomar de sus prudencias. El pescador me contemplaba convencido que era mi turno. Aventurarme en la pesca de espíritus corrosivos no endiosaba a ninguno. Demás que corrompían sus propios anhelos y se tornaban sombreados sus párpados, a medida que los más cautos, preparaban las redes.
Mi barca, humilde y de estrechas lunas de dunas, fierros macizos de mansos génesis, se entreveía entre el ramaje de las aguas, en las que, para mi suerte, sometía el decorado de las sonrisas que en todos pastaban. ¿Era el alba o se decantaba el cantar de las estrellas entre nosotros? Conté una cantidad escasa de lunares sobre mi propio gen de eternidades. Tracé un dulce de albaricoque sobre la piedra más cercana y me hice el loco: no había más que decir.
El pescador me estudió convencido; sorteó mis propios atavíos y coronó mi testa con una cuchilla de guadañas, que, ante la hechura de sus poderes de lirios de linajes, se atrevió a verme con otros ojos. Con más respeto que en el instante en el que forjé mis botas de lianas y bambúes. Me ajustó el gorrito. Ahí debía almacenar las presas. Junto a mis orejas, que tantas injurias han escuchado. Él me llama por mi nombre; “Qipaimnarr”, me dice. En nuestra lengua significa cachorro de luz que monta al higo de las montañas, en su brazal de seda.
No lo hace por maldad. Él me hurtó de mi cuna; llegué a sus orillas y lo engañé con mi cola de pez de coloridas escamas.
A sus noventa años aún es jovencito. Ríe pese a la escasez de sus dientes; es sabio y pasta ante mis turbios augurios; un umbral de cometas y tersas mañanas con aroma a eucalipto.
“Qipaimnarr”, me llama. “Hoy habrá buena cosecha. En el amanecer de las cosechas se denota en la detonada de la esperanza de embelesos de tesura”.
“Busca los ojos de los huracanes en el mar de hierba. El lagomar es a veces, ingrato y tozudo. Quieres ver la paz en él pero, en los siempre de los Para Siempre, siembra una lección a los más más cautos”.
“¿Los más cautos saben de las lecciones que quiere impartir?”.
“A veces aprehender a leerlo es como una desiderata. Siempre tiene algo que decir”.
“¿Y quién llama a su puerta en cada momento? ¿No es la desiderata misma?”, pregunto con las uñas a flor de piel. Degusto una alhaja de lagomar.
Él calla con la sabiduría pincelada en sus arrugas. Tensa el fuego de la fogata acuosa con la que nos protegemos. Un amuleto para la desiderata. Dos para los que somos nosotros los enclenques que la repasamos al despertar. Decir las erratas de la vida que nos gobierna es empíreo que nos gobierna, entre arroyos y arrullos, entre logística de números que contamos cada vez, y cada vez más, conforme desnudamos nuestras almas ante el terrario, comandan los barcos de escasez.
Nuestra tersura de rostros alegra el tiempo de los tres tiempos.
Un espíritu, muy parecido al mío, se alza a la deriva. Toca mis dedos y retrocedo; no temo.
Mahenh, el pescador al que le debo más que las lecciones que me imparte, me anuncia que guarde silencio. Es abogado de la gracia de entre los seres que provienen de ese pasto acuoso que repta entre nosotros. Y como si se tratara de un objeto de inquisición, él escuda entre los arropes de lo solemne que se puede edificar. Tensa el sostén de sus mejillas contra la garra que le acaricia las entrañas. Se perfila sereno. No hay daño, tan sólo una aguarda la caricia que entre retienen el albor de sus estelas.
Intriga la emoción. Lo corrosivo atrae; el cambio que eso conmueve. Aprieto los parpados hasta ver las luces que desprende cada uno, que se acerca, sin recato, desnudos con sus propias luminarias.
Su inocencia me conmueve.
Entreabro mis pupilas y, allí y sólo allí, deslizan en mis siluetas su fantasmal música. Doy brincos, me perfilo en este solemne sueño que me hechiza. Mi compañero de aventuras retiene el centro de mis núcleos. La inconsciencia reluce entre sus rasgos pero no ha sido derrotado: el pescador sostiene mis manazas, como león de añiles trigales; y no me deja marchar.
Compone para mí un arrullo de cordialidad. La fineza de su vozarrón delineado como un arrullo entre los puentes de lo que es rito en esa realidad fantástica, no me concierne porque no es para mí el decoro de lo enunciado. Lo corroe un rastro de brea de eso que nos embruja y, pese a su gentil sonrisa en esos momentos de tensión, logro pescar lo que pronuncia con forma corpórea. Deslizo mi carcaj entre los hilos de la tierra y las carcajadas me atraen. Los espíritus revelan sus rostros. Macilento, quizá rebelde. Atraen mi atención y los seis que cuento con el alma en vilo, ante mis carencias, me penetran y rescatan.
Y sobrevivo ante las afrentas de los más justos.
El pescador, sometido al perpetuo en júbilo, me zarandea de entre los aparecidos.
Observo un gris arbóreo en sus pupilas, en las que se asoma una sonrisa que decomisa mi miedo a perderme entre las brumas de los cuatro puntos cardinales. Él me abraza y gobierna mi silencio con una felicidad que viene a mí en forma de relicario. Lo cuelga entre uno de mis dedos; entreveo que es uno de los huesos que él mismo se ha retirado para darme protección. Está bañado con ocre. Adornado por perlas de luz. Ahí entreveo el pastizal del obsequio, que me demuestra con mi orgullo envalentonado, que he golpeado a mi propio proceder en el fértil terreno.
El mar de hierba decora el rastro de la espera; habrá que esperar a las siguientes lecciones, y, en el instante en que me restriega una carantoña en la cabeza; me anuncia que pasé la prueba en la que todos recuperan la inocencia y el ser criaturas de bien, es el dominio que debo demostrar ahora, de todas mis tonadas musicales.
Me doy cuenta, que estoy completo.
Mi barca, humilde y de estrechas lunas de dunas, fierros macizos de mansos génesis, se entreveía entre el ramaje de las aguas, en las que, para mi suerte, sometía el decorado de las sonrisas que en todos pastaban. ¿Era el alba o se decantaba el cantar de las estrellas entre nosotros? Conté una cantidad escasa de lunares sobre mi propio gen de eternidades. Tracé un dulce de albaricoque sobre la piedra más cercana y me hice el loco: no había más que decir.
El pescador me estudió convencido; sorteó mis propios atavíos y coronó mi testa con una cuchilla de guadañas, que, ante la hechura de sus poderes de lirios de linajes, se atrevió a verme con otros ojos. Con más respeto que en el instante en el que forjé mis botas de lianas y bambúes. Me ajustó el gorrito. Ahí debía almacenar las presas. Junto a mis orejas, que tantas injurias han escuchado. Él me llama por mi nombre; “Qipaimnarr”, me dice. En nuestra lengua significa cachorro de luz que monta al higo de las montañas, en su brazal de seda.
No lo hace por maldad. Él me hurtó de mi cuna; llegué a sus orillas y lo engañé con mi cola de pez de coloridas escamas.
A sus noventa años aún es jovencito. Ríe pese a la escasez de sus dientes; es sabio y pasta ante mis turbios augurios; un umbral de cometas y tersas mañanas con aroma a eucalipto.
“Qipaimnarr”, me llama. “Hoy habrá buena cosecha. En el amanecer de las cosechas se denota en la detonada de la esperanza de embelesos de tesura”.
“Busca los ojos de los huracanes en el mar de hierba. El lagomar es a veces, ingrato y tozudo. Quieres ver la paz en él pero, en los siempre de los Para Siempre, siembra una lección a los más más cautos”.
“¿Los más cautos saben de las lecciones que quiere impartir?”.
“A veces aprehender a leerlo es como una desiderata. Siempre tiene algo que decir”.
“¿Y quién llama a su puerta en cada momento? ¿No es la desiderata misma?”, pregunto con las uñas a flor de piel. Degusto una alhaja de lagomar.
Él calla con la sabiduría pincelada en sus arrugas. Tensa el fuego de la fogata acuosa con la que nos protegemos. Un amuleto para la desiderata. Dos para los que somos nosotros los enclenques que la repasamos al despertar. Decir las erratas de la vida que nos gobierna es empíreo que nos gobierna, entre arroyos y arrullos, entre logística de números que contamos cada vez, y cada vez más, conforme desnudamos nuestras almas ante el terrario, comandan los barcos de escasez.
Nuestra tersura de rostros alegra el tiempo de los tres tiempos.
Un espíritu, muy parecido al mío, se alza a la deriva. Toca mis dedos y retrocedo; no temo.
Mahenh, el pescador al que le debo más que las lecciones que me imparte, me anuncia que guarde silencio. Es abogado de la gracia de entre los seres que provienen de ese pasto acuoso que repta entre nosotros. Y como si se tratara de un objeto de inquisición, él escuda entre los arropes de lo solemne que se puede edificar. Tensa el sostén de sus mejillas contra la garra que le acaricia las entrañas. Se perfila sereno. No hay daño, tan sólo una aguarda la caricia que entre retienen el albor de sus estelas.
Intriga la emoción. Lo corrosivo atrae; el cambio que eso conmueve. Aprieto los parpados hasta ver las luces que desprende cada uno, que se acerca, sin recato, desnudos con sus propias luminarias.
Su inocencia me conmueve.
Entreabro mis pupilas y, allí y sólo allí, deslizan en mis siluetas su fantasmal música. Doy brincos, me perfilo en este solemne sueño que me hechiza. Mi compañero de aventuras retiene el centro de mis núcleos. La inconsciencia reluce entre sus rasgos pero no ha sido derrotado: el pescador sostiene mis manazas, como león de añiles trigales; y no me deja marchar.
Compone para mí un arrullo de cordialidad. La fineza de su vozarrón delineado como un arrullo entre los puentes de lo que es rito en esa realidad fantástica, no me concierne porque no es para mí el decoro de lo enunciado. Lo corroe un rastro de brea de eso que nos embruja y, pese a su gentil sonrisa en esos momentos de tensión, logro pescar lo que pronuncia con forma corpórea. Deslizo mi carcaj entre los hilos de la tierra y las carcajadas me atraen. Los espíritus revelan sus rostros. Macilento, quizá rebelde. Atraen mi atención y los seis que cuento con el alma en vilo, ante mis carencias, me penetran y rescatan.
Y sobrevivo ante las afrentas de los más justos.
El pescador, sometido al perpetuo en júbilo, me zarandea de entre los aparecidos.
Observo un gris arbóreo en sus pupilas, en las que se asoma una sonrisa que decomisa mi miedo a perderme entre las brumas de los cuatro puntos cardinales. Él me abraza y gobierna mi silencio con una felicidad que viene a mí en forma de relicario. Lo cuelga entre uno de mis dedos; entreveo que es uno de los huesos que él mismo se ha retirado para darme protección. Está bañado con ocre. Adornado por perlas de luz. Ahí entreveo el pastizal del obsequio, que me demuestra con mi orgullo envalentonado, que he golpeado a mi propio proceder en el fértil terreno.
El mar de hierba decora el rastro de la espera; habrá que esperar a las siguientes lecciones, y, en el instante en que me restriega una carantoña en la cabeza; me anuncia que pasé la prueba en la que todos recuperan la inocencia y el ser criaturas de bien, es el dominio que debo demostrar ahora, de todas mis tonadas musicales.
Me doy cuenta, que estoy completo.
En cierta realidad, en la que no se aguantan la consciencia de las cosas, un pescador esbozó un trabalenguas con sus desglosados rezos, esos con forma de cordeles y carnadas, que ante mí exhibía, como si no fuera asunto de sus alevines. Retenía unos cuatro gusanos en su caja más preciada, con la que se anunció el reguero de sus besos sobre el lagomar de sus prudencias. El pescador me contemplaba convencido que era mi turno. Aventurarme en la pesca de espíritus corrosivos no endiosaba a ninguno. Demás que corrompían sus propios anhelos y se tornaban sombreados sus párpados, a medida que los más cautos, preparaban las redes.
Mi barca, humilde y de estrechas lunas de dunas, fierros macizos de mansos génesis, se entreveía entre el ramaje de las aguas, en las que, para mi suerte, sometía el decorado de las sonrisas que en todos pastaban. ¿Era el alba o se decantaba el cantar de las estrellas entre nosotros? Conté una cantidad escasa de lunares sobre mi propio gen de eternidades. Tracé un dulce de albaricoque sobre la piedra más cercana y me hice el loco: no había más que decir.
El pescador me estudió convencido; sorteó mis propios atavíos y coronó mi testa con una cuchilla de guadañas, que, ante la hechura de sus poderes de lirios de linajes, se atrevió a verme con otros ojos. Con más respeto que en el instante en el que forjé mis botas de lianas y bambúes. Me ajustó el gorrito. Ahí debía almacenar las presas. Junto a mis orejas, que tantas injurias han escuchado. Él me llama por mi nombre; “Qipaimnarr”, me dice. En nuestra lengua significa cachorro de luz que monta al higo de las montañas, en su brazal de seda.
No lo hace por maldad. Él me hurtó de mi cuna; llegué a sus orillas y lo engañé con mi cola de pez de coloridas escamas.
A sus noventa años aún es jovencito. Ríe pese a la escasez de sus dientes; es sabio y pasta ante mis turbios augurios; un umbral de cometas y tersas mañanas con aroma a eucalipto.
“Qipaimnarr”, me llama. “Hoy habrá buena cosecha. En el amanecer de las cosechas se denota en la detonada de la esperanza de embelesos de tesura”.
“Busca los ojos de los huracanes en el mar de hierba. El lagomar es a veces, ingrato y tozudo. Quieres ver la paz en él pero, en los siempre de los Para Siempre, siembra una lección a los más más cautos”.
“¿Los más cautos saben de las lecciones que quiere impartir?”.
“A veces aprehender a leerlo es como una desiderata. Siempre tiene algo que decir”.
“¿Y quién llama a su puerta en cada momento? ¿No es la desiderata misma?”, pregunto con las uñas a flor de piel. Degusto una alhaja de lagomar.
Él calla con la sabiduría pincelada en sus arrugas. Tensa el fuego de la fogata acuosa con la que nos protegemos. Un amuleto para la desiderata. Dos para los que somos nosotros los enclenques que la repasamos al despertar. Decir las erratas de la vida que nos gobierna es empíreo que nos gobierna, entre arroyos y arrullos, entre logística de números que contamos cada vez, y cada vez más, conforme desnudamos nuestras almas ante el terrario, comandan los barcos de escasez.
Nuestra tersura de rostros alegra el tiempo de los tres tiempos.
Un espíritu, muy parecido al mío, se alza a la deriva. Toca mis dedos y retrocedo; no temo.
Mahenh, el pescador al que le debo más que las lecciones que me imparte, me anuncia que guarde silencio. Es abogado de la gracia de entre los seres que provienen de ese pasto acuoso que repta entre nosotros. Y como si se tratara de un objeto de inquisición, él escuda entre los arropes de lo solemne que se puede edificar. Tensa el sostén de sus mejillas contra la garra que le acaricia las entrañas. Se perfila sereno. No hay daño, tan sólo una aguarda la caricia que entre retienen el albor de sus estelas.
Intriga la emoción. Lo corrosivo atrae; el cambio que eso conmueve. Aprieto los parpados hasta ver las luces que desprende cada uno, que se acerca, sin recato, desnudos con sus propias luminarias.
Su inocencia me conmueve.
Entreabro mis pupilas y, allí y sólo allí, deslizan en mis siluetas su fantasmal música. Doy brincos, me perfilo en este solemne sueño que me hechiza. Mi compañero de aventuras retiene el centro de mis núcleos. La inconsciencia reluce entre sus rasgos pero no ha sido derrotado: el pescador sostiene mis manazas, como león de añiles trigales; y no me deja marchar.
Compone para mí un arrullo de cordialidad. La fineza de su vozarrón delineado como un arrullo entre los puentes de lo que es rito en esa realidad fantástica, no me concierne porque no es para mí el decoro de lo enunciado. Lo corroe un rastro de brea de eso que nos embruja y, pese a su gentil sonrisa en esos momentos de tensión, logro pescar lo que pronuncia con forma corpórea. Deslizo mi carcaj entre los hilos de la tierra y las carcajadas me atraen. Los espíritus revelan sus rostros. Macilento, quizá rebelde. Atraen mi atención y los seis que cuento con el alma en vilo, ante mis carencias, me penetran y rescatan.
Y sobrevivo ante las afrentas de los más justos.
El pescador, sometido al perpetuo en júbilo, me zarandea de entre los aparecidos.
Observo un gris arbóreo en sus pupilas, en las que se asoma una sonrisa que decomisa mi miedo a perderme entre las brumas de los cuatro puntos cardinales. Él me abraza y gobierna mi silencio con una felicidad que viene a mí en forma de relicario. Lo cuelga entre uno de mis dedos; entreveo que es uno de los huesos que él mismo se ha retirado para darme protección. Está bañado con ocre. Adornado por perlas de luz. Ahí entreveo el pastizal del obsequio, que me demuestra con mi orgullo envalentonado, que he golpeado a mi propio proceder en el fértil terreno.
El mar de hierba decora el rastro de la espera; habrá que esperar a las siguientes lecciones, y, en el instante en que me restriega una carantoña en la cabeza; me anuncia que pasé la prueba en la que todos recuperan la inocencia y el ser criaturas de bien, es el dominio que debo demostrar ahora, de todas mis tonadas musicales.
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