☾ La Caída de Élona — El Goce que la Desterró
M o n o r r o l
Él no entró como una encarnación del mal.
Entró como un perfume antiguo.
Como un humo que se enrosca en los huesos.
Azh’kar, el demonio sin rostro verdadero, cubrió su esencia con belleza celestial.
Ojos color fiebre, labios que suaves e impregnados del veneno de la lujuria.
Y cuando Élona lo vio por primera vez, algo en su pecho y en su centro más íntimo se estremeció sin su permiso.
No hubo violencia.
Azh’kar no la necesitó.
Porque su deseo la quebró desde dentro.
Y cuando el primer beso ocurrió, Élona se rindió a sus pies anhelando que la hiciera suya.
Élona, diosa del deseo, de la pasión sin nombre,
fue desnudada, desbordada y ofrecida a un abismo que la supo devorar como ella más ansiaba.
Fueron semanas.
Semanas sin sol, sin plegarias, sin aliento puro. Semanas en las que fornicaron como dos seres nacidos con ese único propósito en la vida.
El lecho del templo, antaño lugar de oración, se volvió altar de gemidos y cadenas de placer.
No hubo tregua. No hubo compasión.
Solo cuerpos entrelazados, entre la penumbra y el incienso, en un vaivén que parecía no tener final.
Azh’kar no amaba.
No buscaba ternura.
Solo quería poseerla hasta que no quedara nada de ella que no supiera a él.
Y Élona…
Ella gemía su nombre como un idioma nuevo,
como un castigo que se sentía más real que la vida eterna.
Él exploró cada rincón de su cuerpo, la abrió, la marcó, la llenó de un deseo que dolía y de su semilla mil veces,
hasta que no supo dónde acababa su piel y comenzaba su condena.
Los dioses lo vieron.
Vieron a su hermana desnuda en cuerpo y alma, bajo el cuerpo de un demonio que la hacía temblar, llorar de placer, y suplicar por más una y otra vez.
No lo detuvo.
No quiso.
O no pudo.
Porque el ansia era más fuerte que el juicio.
Y cuando por fin el demonio la dejó —no por piedad, sino por haberla colmado hasta lo irreparable—
Élona quedó tendida sobre los restos de su altar, los labios partidos de los besos y las lamidas,
los muslos aún temblando,
el alma… irreversible.
Entonces vino el juicio.
Los dioses no escucharon excusas.
No hubo defensa.
No importó si fue engañada o si lo eligió.
Había sido penetrada por un demonio, adorada por él en la forma más carnal,
y ella había respondido con hambre.
Y eso, en el Cielo, era traición.
Le arrancaron el nombre sagrado.
Y pronunciaron la maldición con una voz helada:
> ❝Que su cuerpo arda cuando se niegue.
Que el deseo la consuma si intenta escapar.
Que lo que le dio placer… le dé dolor si no lo acoge.❞
Y así cayó Élona.
La diosa que había sido venerada, ahora era buscada por hombres desesperados, devota de un deseo que no podía rechazar, presa de una lujuria que la encadenaba con espinas invisibles.
Y cada vez que la tocaban,
ella los abrazaba con fuerza, los montaba como si buscara romperse a sí misma, y cuando terminaban,
ellos la suplicaban por más.
Azh’kar nunca volvió.
No lo necesitaba.
Él ya la habitaba.
Él no entró como una encarnación del mal.
Entró como un perfume antiguo.
Como un humo que se enrosca en los huesos.
Azh’kar, el demonio sin rostro verdadero, cubrió su esencia con belleza celestial.
Ojos color fiebre, labios que suaves e impregnados del veneno de la lujuria.
Y cuando Élona lo vio por primera vez, algo en su pecho y en su centro más íntimo se estremeció sin su permiso.
No hubo violencia.
Azh’kar no la necesitó.
Porque su deseo la quebró desde dentro.
Y cuando el primer beso ocurrió, Élona se rindió a sus pies anhelando que la hiciera suya.
Élona, diosa del deseo, de la pasión sin nombre,
fue desnudada, desbordada y ofrecida a un abismo que la supo devorar como ella más ansiaba.
Fueron semanas.
Semanas sin sol, sin plegarias, sin aliento puro. Semanas en las que fornicaron como dos seres nacidos con ese único propósito en la vida.
El lecho del templo, antaño lugar de oración, se volvió altar de gemidos y cadenas de placer.
No hubo tregua. No hubo compasión.
Solo cuerpos entrelazados, entre la penumbra y el incienso, en un vaivén que parecía no tener final.
Azh’kar no amaba.
No buscaba ternura.
Solo quería poseerla hasta que no quedara nada de ella que no supiera a él.
Y Élona…
Ella gemía su nombre como un idioma nuevo,
como un castigo que se sentía más real que la vida eterna.
Él exploró cada rincón de su cuerpo, la abrió, la marcó, la llenó de un deseo que dolía y de su semilla mil veces,
hasta que no supo dónde acababa su piel y comenzaba su condena.
Los dioses lo vieron.
Vieron a su hermana desnuda en cuerpo y alma, bajo el cuerpo de un demonio que la hacía temblar, llorar de placer, y suplicar por más una y otra vez.
No lo detuvo.
No quiso.
O no pudo.
Porque el ansia era más fuerte que el juicio.
Y cuando por fin el demonio la dejó —no por piedad, sino por haberla colmado hasta lo irreparable—
Élona quedó tendida sobre los restos de su altar, los labios partidos de los besos y las lamidas,
los muslos aún temblando,
el alma… irreversible.
Entonces vino el juicio.
Los dioses no escucharon excusas.
No hubo defensa.
No importó si fue engañada o si lo eligió.
Había sido penetrada por un demonio, adorada por él en la forma más carnal,
y ella había respondido con hambre.
Y eso, en el Cielo, era traición.
Le arrancaron el nombre sagrado.
Y pronunciaron la maldición con una voz helada:
> ❝Que su cuerpo arda cuando se niegue.
Que el deseo la consuma si intenta escapar.
Que lo que le dio placer… le dé dolor si no lo acoge.❞
Y así cayó Élona.
La diosa que había sido venerada, ahora era buscada por hombres desesperados, devota de un deseo que no podía rechazar, presa de una lujuria que la encadenaba con espinas invisibles.
Y cada vez que la tocaban,
ella los abrazaba con fuerza, los montaba como si buscara romperse a sí misma, y cuando terminaban,
ellos la suplicaban por más.
Azh’kar nunca volvió.
No lo necesitaba.
Él ya la habitaba.
🥀M o n o r r o l🥀
Él no entró como una encarnación del mal.
Entró como un perfume antiguo.
Como un humo que se enrosca en los huesos.
Azh’kar, el demonio sin rostro verdadero, cubrió su esencia con belleza celestial.
Ojos color fiebre, labios que suaves e impregnados del veneno de la lujuria.
Y cuando Élona lo vio por primera vez, algo en su pecho y en su centro más íntimo se estremeció sin su permiso.
No hubo violencia.
Azh’kar no la necesitó.
Porque su deseo la quebró desde dentro.
Y cuando el primer beso ocurrió, Élona se rindió a sus pies anhelando que la hiciera suya.
Élona, diosa del deseo, de la pasión sin nombre,
fue desnudada, desbordada y ofrecida a un abismo que la supo devorar como ella más ansiaba.
Fueron semanas.
Semanas sin sol, sin plegarias, sin aliento puro. Semanas en las que fornicaron como dos seres nacidos con ese único propósito en la vida.
El lecho del templo, antaño lugar de oración, se volvió altar de gemidos y cadenas de placer.
No hubo tregua. No hubo compasión.
Solo cuerpos entrelazados, entre la penumbra y el incienso, en un vaivén que parecía no tener final.
Azh’kar no amaba.
No buscaba ternura.
Solo quería poseerla hasta que no quedara nada de ella que no supiera a él.
Y Élona…
Ella gemía su nombre como un idioma nuevo,
como un castigo que se sentía más real que la vida eterna.
Él exploró cada rincón de su cuerpo, la abrió, la marcó, la llenó de un deseo que dolía y de su semilla mil veces,
hasta que no supo dónde acababa su piel y comenzaba su condena.
Los dioses lo vieron.
Vieron a su hermana desnuda en cuerpo y alma, bajo el cuerpo de un demonio que la hacía temblar, llorar de placer, y suplicar por más una y otra vez.
No lo detuvo.
No quiso.
O no pudo.
Porque el ansia era más fuerte que el juicio.
Y cuando por fin el demonio la dejó —no por piedad, sino por haberla colmado hasta lo irreparable—
Élona quedó tendida sobre los restos de su altar, los labios partidos de los besos y las lamidas,
los muslos aún temblando,
el alma… irreversible.
Entonces vino el juicio.
Los dioses no escucharon excusas.
No hubo defensa.
No importó si fue engañada o si lo eligió.
Había sido penetrada por un demonio, adorada por él en la forma más carnal,
y ella había respondido con hambre.
Y eso, en el Cielo, era traición.
Le arrancaron el nombre sagrado.
Y pronunciaron la maldición con una voz helada:
> ❝Que su cuerpo arda cuando se niegue.
Que el deseo la consuma si intenta escapar.
Que lo que le dio placer… le dé dolor si no lo acoge.❞
Y así cayó Élona.
La diosa que había sido venerada, ahora era buscada por hombres desesperados, devota de un deseo que no podía rechazar, presa de una lujuria que la encadenaba con espinas invisibles.
Y cada vez que la tocaban,
ella los abrazaba con fuerza, los montaba como si buscara romperse a sí misma, y cuando terminaban,
ellos la suplicaban por más.
Azh’kar nunca volvió.
No lo necesitaba.
Él ya la habitaba.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible
