Nunca había conocido a alguien como ella.

Y eso… ya es decir mucho para alguien que ha visto las eras marchitarse como hojas en otoño.

Mía.

La hija del fin de los tiempos.
La hija del devorador de mundos.
La criatura que ni Molag Bal pudo marcar.

La primera vez que la vi pensé que era arrogante. Silenciosa. Inaccesible.
Pero fue sólo fachada. Debajo de esa mirada férrea y ese andar altivo… se ocultaba algo distinto.

Dolor.
Y un corazón demasiado blando para la sangre que corre por sus venas.

Descubrí su secreto una noche, cuando yo apenas podía mantenerme en pie. El sol había sido cruel ese día, y el hambre… el hambre era un animal rasgando mi pecho.
Ella lo supo. No necesitó palabras. No me ofreció su muñeca, como habría hecho cualquier insensato.
Cazó para mí. Esperó en silencio mientras bebía de la garganta de un ciervo aún caliente.
Y luego se sentó a mi lado.
Sin miedo.
Sin juicio.

Allí, supe que no era humana.
Y también… que ya no me importaba.

Una vez, solo una, me atreví a preguntar.
“¿Y si te lo pidiera?”, murmuré, sin mirarla.
“¿Tu sangre?”
Ella me miró con esos ojos que parecían guardar todas las estrellas caídas del firmamento.
“No te la negaría”, respondió.

El silencio fue como un golpe.

Pero no lo hice. Porque ya lo sabía.
Esa sangre no es sangre.
Es fuego. Es cosmos. Es el rugido del Tiempo atrapado en carne y hueso.
Beberla sería destruirme. No por castigo, sino por simple verdad: yo no fui hecha para tocar el sol.

Si lo intentara… desaparecería. Mi alma se disolvería como niebla en la tormenta.
Y, peor aún, la lastimaría.
A ella.

A Mía.

¡No!
Preferiría seguir hambrienta mil años antes que convertir su gesto en mi final, no quiero perder una amiga tan valiosa como ella.

Y eso me basta.
Nunca había conocido a alguien como ella. Y eso… ya es decir mucho para alguien que ha visto las eras marchitarse como hojas en otoño. Mía. La hija del fin de los tiempos. La hija del devorador de mundos. La criatura que ni Molag Bal pudo marcar. La primera vez que la vi pensé que era arrogante. Silenciosa. Inaccesible. Pero fue sólo fachada. Debajo de esa mirada férrea y ese andar altivo… se ocultaba algo distinto. Dolor. Y un corazón demasiado blando para la sangre que corre por sus venas. Descubrí su secreto una noche, cuando yo apenas podía mantenerme en pie. El sol había sido cruel ese día, y el hambre… el hambre era un animal rasgando mi pecho. Ella lo supo. No necesitó palabras. No me ofreció su muñeca, como habría hecho cualquier insensato. Cazó para mí. Esperó en silencio mientras bebía de la garganta de un ciervo aún caliente. Y luego se sentó a mi lado. Sin miedo. Sin juicio. Allí, supe que no era humana. Y también… que ya no me importaba. Una vez, solo una, me atreví a preguntar. “¿Y si te lo pidiera?”, murmuré, sin mirarla. “¿Tu sangre?” Ella me miró con esos ojos que parecían guardar todas las estrellas caídas del firmamento. “No te la negaría”, respondió. El silencio fue como un golpe. Pero no lo hice. Porque ya lo sabía. Esa sangre no es sangre. Es fuego. Es cosmos. Es el rugido del Tiempo atrapado en carne y hueso. Beberla sería destruirme. No por castigo, sino por simple verdad: yo no fui hecha para tocar el sol. Si lo intentara… desaparecería. Mi alma se disolvería como niebla en la tormenta. Y, peor aún, la lastimaría. A ella. A Mía. ¡No! Preferiría seguir hambrienta mil años antes que convertir su gesto en mi final, no quiero perder una amiga tan valiosa como ella. Y eso me basta.
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