Con pasos decididos y un brillo heroico en los ojos, el Pequeño Vagabundo avanzaba por el sendero de piedras rotas, alzando en alto su brújula rota como si de un tesoro mágico se tratase. El cristal estaba rayado, la aguja giraba sin sentido fijo… pero para él, cada vuelta era una señal, cada titubeo una promesa.

—¡No te preocupes, quien sea que esté en apuros! —gritó al viento con una mano en forma de bocina frente a su boca—. ¡El Pequeño Vagabundo va en caminooo!

Saltó por encima de una raíz retorcida con una risa sonora, como si fuera un caballero cruzando un puente levadizo invisible. En su mente, la señal de auxilio había sido clarísima: una hoja girando en el aire, un reflejo entre los árboles, el leve crujido de algo… algo importante. ¡Eso bastaba!

—La brújula dijo que era por aquí —susurró con seguridad mientras daba golpecitos a la tapa con el pulgar—. ¡Y si no lo dijo, yo lo decidí! ¡Lo mismo da!

Su compañero, la criatura sin nombre aún, lo seguía desde las sombras. No hacía ruido, pero su silueta se mantenía cerca, como un reflejo borroso que se negaba a separarse del niño.

El paisaje, sin embargo, empezaba a cambiar.

Los árboles se volvían más pequeños, más delgados, como agujas negras clavadas en la tierra. La luz del sol se filtraba como si lo hiciera a través de un velo húmedo y antiguo. El aire tenía un sabor extraño, como hierro y sal. Y al fondo, en el mar, se levantaba una estructura imponente, con forma de caparazón y paredes que parecían respirar.


Gigantesca, silenciosa… hambrienta.

Pero el Pequeño Vagabundo no se detuvo. Su sonrisa era pura, su alegría un faro que iluminaba incluso las grietas más oscuras. La mochila le rebotaba a la espalda y los cordones de sus zapatos estaban desatados, pero eso no importaba. Su brújula brilló por un instante con un destello incomprensible.

—¡Ya casi llegamos! ¡Yo te oigo! ¡Espera un poquito más! —gritó alegremente.

Pero él no temía. En su cabeza el iba a ayudar. Porque esa era su promesa.
Con pasos decididos y un brillo heroico en los ojos, el Pequeño Vagabundo avanzaba por el sendero de piedras rotas, alzando en alto su brújula rota como si de un tesoro mágico se tratase. El cristal estaba rayado, la aguja giraba sin sentido fijo… pero para él, cada vuelta era una señal, cada titubeo una promesa. —¡No te preocupes, quien sea que esté en apuros! —gritó al viento con una mano en forma de bocina frente a su boca—. ¡El Pequeño Vagabundo va en caminooo! Saltó por encima de una raíz retorcida con una risa sonora, como si fuera un caballero cruzando un puente levadizo invisible. En su mente, la señal de auxilio había sido clarísima: una hoja girando en el aire, un reflejo entre los árboles, el leve crujido de algo… algo importante. ¡Eso bastaba! —La brújula dijo que era por aquí —susurró con seguridad mientras daba golpecitos a la tapa con el pulgar—. ¡Y si no lo dijo, yo lo decidí! ¡Lo mismo da! Su compañero, la criatura sin nombre aún, lo seguía desde las sombras. No hacía ruido, pero su silueta se mantenía cerca, como un reflejo borroso que se negaba a separarse del niño. El paisaje, sin embargo, empezaba a cambiar. Los árboles se volvían más pequeños, más delgados, como agujas negras clavadas en la tierra. La luz del sol se filtraba como si lo hiciera a través de un velo húmedo y antiguo. El aire tenía un sabor extraño, como hierro y sal. Y al fondo, en el mar, se levantaba una estructura imponente, con forma de caparazón y paredes que parecían respirar. Gigantesca, silenciosa… hambrienta. Pero el Pequeño Vagabundo no se detuvo. Su sonrisa era pura, su alegría un faro que iluminaba incluso las grietas más oscuras. La mochila le rebotaba a la espalda y los cordones de sus zapatos estaban desatados, pero eso no importaba. Su brújula brilló por un instante con un destello incomprensible. —¡Ya casi llegamos! ¡Yo te oigo! ¡Espera un poquito más! —gritó alegremente. Pero él no temía. En su cabeza el iba a ayudar. Porque esa era su promesa.
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