El sol de la tarde se colaba tímidamente entre las copas de los árboles, tiñendo de oro viejo los senderos del parque. Sentados en un banco de madera desgastado, dos figuras contrastaban violentamente con la tranquilidad del lugar: un niño pecoso, con ropa sucia pero mirada vivaz, y una criatura imposible, alargada, vestida con un traje negro pulcro y una máscara de porcelana sin expresión.

El pequeño vagabundo columpiaba las piernas, tarareando una melodía sin ton ni son. Sostenía un libro bajo un brazo, mientras la otra mano jugueteaba con una piedra que había encontrado camino al banco.

—Hoy fue raro —dijo, rompiendo el silencio—. Los patos empezaron a pelear entre ellos. Uno le arrancó las plumas al otro del puro coraje, como si supieran algo que yo no.

La criatura giró lentamente su cabeza hacia él. Sus largos dedos tamborilearon el borde del banco con un ritmo imposible de seguir.

—⸮⸗𐑂ɸ̶̸͘ᗷ⸸ ᒐ̶̶ᓭ𐐬...? —respondió con una voz que no era voz, como el crujido de hojas mojadas arrastradas por el viento.

El niño se encogió de hombros, como si lo hubiera entendido.

—Quizá pelean por las sobras de pan que lanza la señora con sombrero amarillo. O tal vez... —sus ojos brillaron con una chispa de emoción—, tal vez saben que el mundo se está torciendo un poco más, y no pueden evitar volverse locos.

—⸮⫷⫷̶̡̕Ŋ͘͢͜ɻ̷̛̝͞⨕⸮ —el ser volvió a responder. Esta vez más bajo, como un murmullo enterrado en lo profundo de un pozo.

El pequeño vagabundo rió.

—Sí, yo también pienso que es culpa del tipo del reloj roto. Siempre aparece justo antes de que las cosas se pongan raras.

Hubo una pausa. El niño miró al cielo, luego al lago donde los patos se revolvían aún, en plena batalla acuática. A lo lejos, un cuervo graznó, y por un instante, el parque pareció contarse un secreto a sí mismo.

—¿Sabes? Me gusta hablar contigo, me entiendes perfecto —dijo el pequeño vagabundo, y recostó la cabeza en el brazo del monstruo, como si fuera un viejo amigo.

La criatura no respondió. Solo se quedó inmóvil, como una estatua que respira apenas. Pero su sombra se inclinó hacia el niño, protegiéndolo de la última luz del día.

Y así quedaron: el niño y lo imposible, compartiendo una charla incomprensible, justo en medio del caos trivial de los patos furiosos.
El sol de la tarde se colaba tímidamente entre las copas de los árboles, tiñendo de oro viejo los senderos del parque. Sentados en un banco de madera desgastado, dos figuras contrastaban violentamente con la tranquilidad del lugar: un niño pecoso, con ropa sucia pero mirada vivaz, y una criatura imposible, alargada, vestida con un traje negro pulcro y una máscara de porcelana sin expresión. El pequeño vagabundo columpiaba las piernas, tarareando una melodía sin ton ni son. Sostenía un libro bajo un brazo, mientras la otra mano jugueteaba con una piedra que había encontrado camino al banco. —Hoy fue raro —dijo, rompiendo el silencio—. Los patos empezaron a pelear entre ellos. Uno le arrancó las plumas al otro del puro coraje, como si supieran algo que yo no. La criatura giró lentamente su cabeza hacia él. Sus largos dedos tamborilearon el borde del banco con un ritmo imposible de seguir. —⸮⸗𐑂ɸ̶̸͘ᗷ⸸ ᒐ̶̶ᓭ𐐬...? —respondió con una voz que no era voz, como el crujido de hojas mojadas arrastradas por el viento. El niño se encogió de hombros, como si lo hubiera entendido. —Quizá pelean por las sobras de pan que lanza la señora con sombrero amarillo. O tal vez... —sus ojos brillaron con una chispa de emoción—, tal vez saben que el mundo se está torciendo un poco más, y no pueden evitar volverse locos. —⸮⫷⫷̶̡̕Ŋ͘͢͜ɻ̷̛̝͞⨕⸮ —el ser volvió a responder. Esta vez más bajo, como un murmullo enterrado en lo profundo de un pozo. El pequeño vagabundo rió. —Sí, yo también pienso que es culpa del tipo del reloj roto. Siempre aparece justo antes de que las cosas se pongan raras. Hubo una pausa. El niño miró al cielo, luego al lago donde los patos se revolvían aún, en plena batalla acuática. A lo lejos, un cuervo graznó, y por un instante, el parque pareció contarse un secreto a sí mismo. —¿Sabes? Me gusta hablar contigo, me entiendes perfecto —dijo el pequeño vagabundo, y recostó la cabeza en el brazo del monstruo, como si fuera un viejo amigo. La criatura no respondió. Solo se quedó inmóvil, como una estatua que respira apenas. Pero su sombra se inclinó hacia el niño, protegiéndolo de la última luz del día. Y así quedaron: el niño y lo imposible, compartiendo una charla incomprensible, justo en medio del caos trivial de los patos furiosos.
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