El camino polvoriento serpenteaba entre árboles altos, mientras una colorida carreta tirada por un jalató avanzaba con ritmo tranquilo. En el asiento iban dos **Zurcaráks** comerciantes, maullando entre sí sobre precios, regateos y si las rayas verticales eran *más elegantes* que las horizontales.
Entonces:
—¡ALTO AHÍ! —gritó una voz tosca desde los arbustos.
Cinco bandidos salieron a trote torpe, cubiertos con pieles y armados con garrotes y espadas oxidadas.
—¡Manos arriba, bigotones! ¡La carreta o los bigotes!
Los Zurcaráks chillaron, uno tiró una sandía al aire de los nervios.
Pero justo cuando el bandido más grande dio un paso al frente para intimidarlos… una sombra pasó zumbando por encima de sus cabezas.
*POM*.
El enorme cayó como saco de papas, con una piedra redonda y perfectamente lanzada reposando sobre su casco abollado.
En la rama de un árbol cercano, reclinado como si tomara el sol, estaba **Naru Saigo**.
—¿En serio, "la carreta o los bigotes"? —preguntó mientras se dejaba caer con elegancia al suelo—. ¿Ese era el plan maestro?
—¿T-tú quién...?
*¡PAF!*
El segundo bandido no terminó la pregunta: Naru lo empujó con el mango de su arma, lo giró con el pie y lo dejó roncando entre margaritas. El tercero intentó correr. Mala idea.
En menos de un minuto, los cinco estaban en el suelo. Algunos atados con sus propios cinturones, uno llorando suavemente porque había pisado una ortiga en el caos.
—¿Están bien? —dijo Naru, limpiándose las manos.
Los Zurcaráks asintieron con admiración y bigotes temblorosos.
—¡Oh, salvador de elegancia felina! ¡Te debemos la vida y media caja de gel para bigotes de lirio!
—Me basta con que sigan vivos —respondió Naru, ya caminando por la orilla del camino, capeando el sol bajo su capa negra.
Uno de los felinos corrió tras él, agitando una bolsita con monedas.
—¡Es lo mínimo! ¡Tómalo!
Naru se giró, caminando hacia atrás con una sonrisa.
—¿Sabes qué? Quédatelo… para comprar una frase menos ridícula la próxima vez que te asalten.
Y con eso, se desvaneció entre los árboles.
El Zurcarák parpadeó. Luego miró a su compañero.
—...¿Lo viste? ¿Eso fue real?
—Más real que el impuesto a las sardinas.
Entonces:
—¡ALTO AHÍ! —gritó una voz tosca desde los arbustos.
Cinco bandidos salieron a trote torpe, cubiertos con pieles y armados con garrotes y espadas oxidadas.
—¡Manos arriba, bigotones! ¡La carreta o los bigotes!
Los Zurcaráks chillaron, uno tiró una sandía al aire de los nervios.
Pero justo cuando el bandido más grande dio un paso al frente para intimidarlos… una sombra pasó zumbando por encima de sus cabezas.
*POM*.
El enorme cayó como saco de papas, con una piedra redonda y perfectamente lanzada reposando sobre su casco abollado.
En la rama de un árbol cercano, reclinado como si tomara el sol, estaba **Naru Saigo**.
—¿En serio, "la carreta o los bigotes"? —preguntó mientras se dejaba caer con elegancia al suelo—. ¿Ese era el plan maestro?
—¿T-tú quién...?
*¡PAF!*
El segundo bandido no terminó la pregunta: Naru lo empujó con el mango de su arma, lo giró con el pie y lo dejó roncando entre margaritas. El tercero intentó correr. Mala idea.
En menos de un minuto, los cinco estaban en el suelo. Algunos atados con sus propios cinturones, uno llorando suavemente porque había pisado una ortiga en el caos.
—¿Están bien? —dijo Naru, limpiándose las manos.
Los Zurcaráks asintieron con admiración y bigotes temblorosos.
—¡Oh, salvador de elegancia felina! ¡Te debemos la vida y media caja de gel para bigotes de lirio!
—Me basta con que sigan vivos —respondió Naru, ya caminando por la orilla del camino, capeando el sol bajo su capa negra.
Uno de los felinos corrió tras él, agitando una bolsita con monedas.
—¡Es lo mínimo! ¡Tómalo!
Naru se giró, caminando hacia atrás con una sonrisa.
—¿Sabes qué? Quédatelo… para comprar una frase menos ridícula la próxima vez que te asalten.
Y con eso, se desvaneció entre los árboles.
El Zurcarák parpadeó. Luego miró a su compañero.
—...¿Lo viste? ¿Eso fue real?
—Más real que el impuesto a las sardinas.
El camino polvoriento serpenteaba entre árboles altos, mientras una colorida carreta tirada por un jalató avanzaba con ritmo tranquilo. En el asiento iban dos **Zurcaráks** comerciantes, maullando entre sí sobre precios, regateos y si las rayas verticales eran *más elegantes* que las horizontales.
Entonces:
—¡ALTO AHÍ! —gritó una voz tosca desde los arbustos.
Cinco bandidos salieron a trote torpe, cubiertos con pieles y armados con garrotes y espadas oxidadas.
—¡Manos arriba, bigotones! ¡La carreta o los bigotes!
Los Zurcaráks chillaron, uno tiró una sandía al aire de los nervios.
Pero justo cuando el bandido más grande dio un paso al frente para intimidarlos… una sombra pasó zumbando por encima de sus cabezas.
*POM*.
El enorme cayó como saco de papas, con una piedra redonda y perfectamente lanzada reposando sobre su casco abollado.
En la rama de un árbol cercano, reclinado como si tomara el sol, estaba **Naru Saigo**.
—¿En serio, "la carreta o los bigotes"? —preguntó mientras se dejaba caer con elegancia al suelo—. ¿Ese era el plan maestro?
—¿T-tú quién...?
*¡PAF!*
El segundo bandido no terminó la pregunta: Naru lo empujó con el mango de su arma, lo giró con el pie y lo dejó roncando entre margaritas. El tercero intentó correr. Mala idea.
En menos de un minuto, los cinco estaban en el suelo. Algunos atados con sus propios cinturones, uno llorando suavemente porque había pisado una ortiga en el caos.
—¿Están bien? —dijo Naru, limpiándose las manos.
Los Zurcaráks asintieron con admiración y bigotes temblorosos.
—¡Oh, salvador de elegancia felina! ¡Te debemos la vida y media caja de gel para bigotes de lirio!
—Me basta con que sigan vivos —respondió Naru, ya caminando por la orilla del camino, capeando el sol bajo su capa negra.
Uno de los felinos corrió tras él, agitando una bolsita con monedas.
—¡Es lo mínimo! ¡Tómalo!
Naru se giró, caminando hacia atrás con una sonrisa.
—¿Sabes qué? Quédatelo… para comprar una frase menos ridícula la próxima vez que te asalten.
Y con eso, se desvaneció entre los árboles.
El Zurcarák parpadeó. Luego miró a su compañero.
—...¿Lo viste? ¿Eso fue real?
—Más real que el impuesto a las sardinas.

