Mercado de Brackmar, "medianoche".

La plaza estaba llena de gente, ruido, fruta pasada y vendedores con más entusiasmo que honestidad. Entre el caos del trueque y los gritos de “¡dos por uno, señora!”, un mercader con dientes demasiado blancos para ser reales divisó a su presa perfecta.

Allí venía: traje negro impecable, paso tranquilo, la capucha echada hacia atrás dejando ver solo un poco de las curiosas alas de Wakfu que le brotaban de la cabeza. Naru Saigo. El héroe errante. El pobre mercader, claro, no lo sabía.

—¡Oh, noble viajero! ¡Por los dioses, qué fortuna encontrarlo! —dijo el mercader, alzando una cajita de madera como si fuese el Santo Grial—. ¡Acérquese! ¡Una oferta que no volverá a ver!

Naru se detuvo. Lo miró. Silencio.

—Lo que tengo aquí —continuó el hombre, bajando la voz como si estuviera a punto de revelar el secreto de la vida— es un **amuleto ancestral**. Forjado en las montañas del Este, bendecido por cuatro chamanes y, según mi suegra, “la única razón por la que aún estoy vivo”.

—¿Y qué hace? —preguntó Naru, con una ceja ligeramente arqueada.

—¡Todo! ¡Protege de demonios, mal de ojo, infortunio, picazón de hongos y hasta del desamor! Y hoy, solo por hoy, te lo dejo en... *diez monedas de oro*. ¿Qué me dices?

Naru tomó el amuleto. Era ligero. Demasiado ligero. Olía raro. Y tenía una piedra púrpura atada con hilo dental.

—¿Piedra mágica, eh? —dijo, dándole un golpecito.

*Tac-tac*. Sonó hueco.

—¡Cristal encantado de las minas de Irdrun! —exclamó el mercader con un gesto dramático.

—Curioso... porque este “cristal” tiene un chip de madera adentro. Y esta runa aquí... —Naru señaló una especie de símbolo pintado con marcador seco—. No es una runa mágica. Es el símbolo para “sopa de nabo” en idioma rynmar.

El mercader sudó.

—Bueno, claro, ¡la sopa también es buena para el alma!

—Claro. Especialmente si te la comes con una cucharita de mentiras.

Naru le sonrió. Esa sonrisa tranquila, molesta, la que dan los que saben perfectamente lo que estás intentando y te lo dejan claro con elegancia.

—Dime algo, amigo... ¿cuántos viajeros han caído con esto?

—Yo... eh... muy pocos, casi ninguno. ¡La mayoría se sienten protegidos!

—Sí. Porque si no los proteges tú de tu estafa, ¿quién lo hará?

Y sin más, Naru dejó el amuleto sobre la mesa con sumo cuidado, como si no quisiera contagiarse de lo ridículo. Luego, le dio unas palmaditas en el hombro al mercader y se alejó con total tranquilidad.

—Me quedaré con mi suerte, gracias. Tiene mejor garantía.

El mercader se quedó allí, solo, mirando el amuleto falso, con una gota de sudor bajándole por la sien y la dignidad colgando del toldo.
☄️Mercado de Brackmar, "medianoche". La plaza estaba llena de gente, ruido, fruta pasada y vendedores con más entusiasmo que honestidad. Entre el caos del trueque y los gritos de “¡dos por uno, señora!”, un mercader con dientes demasiado blancos para ser reales divisó a su presa perfecta. Allí venía: traje negro impecable, paso tranquilo, la capucha echada hacia atrás dejando ver solo un poco de las curiosas alas de Wakfu que le brotaban de la cabeza. Naru Saigo. El héroe errante. El pobre mercader, claro, no lo sabía. —¡Oh, noble viajero! ¡Por los dioses, qué fortuna encontrarlo! —dijo el mercader, alzando una cajita de madera como si fuese el Santo Grial—. ¡Acérquese! ¡Una oferta que no volverá a ver! Naru se detuvo. Lo miró. Silencio. —Lo que tengo aquí —continuó el hombre, bajando la voz como si estuviera a punto de revelar el secreto de la vida— es un **amuleto ancestral**. Forjado en las montañas del Este, bendecido por cuatro chamanes y, según mi suegra, “la única razón por la que aún estoy vivo”. —¿Y qué hace? —preguntó Naru, con una ceja ligeramente arqueada. —¡Todo! ¡Protege de demonios, mal de ojo, infortunio, picazón de hongos y hasta del desamor! Y hoy, solo por hoy, te lo dejo en... *diez monedas de oro*. ¿Qué me dices? Naru tomó el amuleto. Era ligero. Demasiado ligero. Olía raro. Y tenía una piedra púrpura atada con hilo dental. —¿Piedra mágica, eh? —dijo, dándole un golpecito. *Tac-tac*. Sonó hueco. —¡Cristal encantado de las minas de Irdrun! —exclamó el mercader con un gesto dramático. —Curioso... porque este “cristal” tiene un chip de madera adentro. Y esta runa aquí... —Naru señaló una especie de símbolo pintado con marcador seco—. No es una runa mágica. Es el símbolo para “sopa de nabo” en idioma rynmar. El mercader sudó. —Bueno, claro, ¡la sopa también es buena para el alma! —Claro. Especialmente si te la comes con una cucharita de mentiras. Naru le sonrió. Esa sonrisa tranquila, molesta, la que dan los que saben perfectamente lo que estás intentando y te lo dejan claro con elegancia. —Dime algo, amigo... ¿cuántos viajeros han caído con esto? —Yo... eh... muy pocos, casi ninguno. ¡La mayoría se sienten protegidos! —Sí. Porque si no los proteges tú de tu estafa, ¿quién lo hará? Y sin más, Naru dejó el amuleto sobre la mesa con sumo cuidado, como si no quisiera contagiarse de lo ridículo. Luego, le dio unas palmaditas en el hombro al mercader y se alejó con total tranquilidad. —Me quedaré con mi suerte, gracias. Tiene mejor garantía. El mercader se quedó allí, solo, mirando el amuleto falso, con una gota de sudor bajándole por la sien y la dignidad colgando del toldo.
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