Tenlo en cuenta al responder.
Morfeo vagó por las calles de una ciudad gris, confundido y silencioso, como un extranjero en su propia creación. La gente pasaba sin mirarlo, hasta que una niña de unos... >>no importa los años<<, de cabello desordenado y ojos grandes y vivos, se detuvo frente a él.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Morfeo la miró, sorprendido por la calidez de su voz. Nadie le había hablado sin miedo, siendo humano.
—No lo sé — Morfeo respondió, sinceramente.
—Te pareces a alguien que se acaba de despertar de un sueño muy raro. Me llamo... (No recuerda su nombre)
Morfeo inclinó la cabeza. Aprendió su nombre como si fuera una joya.
—Yo… soy Morfeo.
Ella se rió.
—¡Como el de los sueños! Qué nombre más genial.
A partir de ese día, >ella< lo llevó consigo. Le enseñó a cruzar calles, a comer helado, a leer cómics y reírse de tonterías. Morfeo, que había creado sueños de galaxias enteras, descubría ahora la maravilla de escuchar una canción en un parque, de ver caer las hojas, de abrazar sin razón.
Pero cada noche, Morfeo no podía dormir. Como humano, ansiaba su primer sueño real. >Ella<, al enterarse, decidió ayudarlo.
—Si tú hacías sueños para otros, quizás necesitas que alguien te haga uno a ti.
Esa noche, >Ella< tomó su cuaderno de dibujos y empezó a contarle una historia. Era sencilla: hablaba de un chico de ojos profundos que vivía solo en un lugar oscuro, hasta que una estrella bajaba a hacerle compañía. Le recordó a alguien o algo.
Morfeo cerró los ojos y por primera vez, siendo humano, soñó. Soñó sin alterarlo.
Soñó con la voz de.... >Ella< contándole historias, con el sabor de helado de fresa, con el color de los árboles en otoño, con la risa compartida.
Y entendió.
Soñar, como humano, no era crear mundos perfectos. Era compartir lo imperfecto, lo efímero. Era sentir...
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Morfeo la miró, sorprendido por la calidez de su voz. Nadie le había hablado sin miedo, siendo humano.
—No lo sé — Morfeo respondió, sinceramente.
—Te pareces a alguien que se acaba de despertar de un sueño muy raro. Me llamo... (No recuerda su nombre)
Morfeo inclinó la cabeza. Aprendió su nombre como si fuera una joya.
—Yo… soy Morfeo.
Ella se rió.
—¡Como el de los sueños! Qué nombre más genial.
A partir de ese día, >ella< lo llevó consigo. Le enseñó a cruzar calles, a comer helado, a leer cómics y reírse de tonterías. Morfeo, que había creado sueños de galaxias enteras, descubría ahora la maravilla de escuchar una canción en un parque, de ver caer las hojas, de abrazar sin razón.
Pero cada noche, Morfeo no podía dormir. Como humano, ansiaba su primer sueño real. >Ella<, al enterarse, decidió ayudarlo.
—Si tú hacías sueños para otros, quizás necesitas que alguien te haga uno a ti.
Esa noche, >Ella< tomó su cuaderno de dibujos y empezó a contarle una historia. Era sencilla: hablaba de un chico de ojos profundos que vivía solo en un lugar oscuro, hasta que una estrella bajaba a hacerle compañía. Le recordó a alguien o algo.
Morfeo cerró los ojos y por primera vez, siendo humano, soñó. Soñó sin alterarlo.
Soñó con la voz de.... >Ella< contándole historias, con el sabor de helado de fresa, con el color de los árboles en otoño, con la risa compartida.
Y entendió.
Soñar, como humano, no era crear mundos perfectos. Era compartir lo imperfecto, lo efímero. Era sentir...
Morfeo vagó por las calles de una ciudad gris, confundido y silencioso, como un extranjero en su propia creación. La gente pasaba sin mirarlo, hasta que una niña de unos... >>no importa los años<<, de cabello desordenado y ojos grandes y vivos, se detuvo frente a él.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Morfeo la miró, sorprendido por la calidez de su voz. Nadie le había hablado sin miedo, siendo humano.
—No lo sé — Morfeo respondió, sinceramente.
—Te pareces a alguien que se acaba de despertar de un sueño muy raro. Me llamo... (No recuerda su nombre)
Morfeo inclinó la cabeza. Aprendió su nombre como si fuera una joya.
—Yo… soy Morfeo.
Ella se rió.
—¡Como el de los sueños! Qué nombre más genial.
A partir de ese día, >ella< lo llevó consigo. Le enseñó a cruzar calles, a comer helado, a leer cómics y reírse de tonterías. Morfeo, que había creado sueños de galaxias enteras, descubría ahora la maravilla de escuchar una canción en un parque, de ver caer las hojas, de abrazar sin razón.
Pero cada noche, Morfeo no podía dormir. Como humano, ansiaba su primer sueño real. >Ella<, al enterarse, decidió ayudarlo.
—Si tú hacías sueños para otros, quizás necesitas que alguien te haga uno a ti.
Esa noche, >Ella< tomó su cuaderno de dibujos y empezó a contarle una historia. Era sencilla: hablaba de un chico de ojos profundos que vivía solo en un lugar oscuro, hasta que una estrella bajaba a hacerle compañía. Le recordó a alguien o algo.
Morfeo cerró los ojos y por primera vez, siendo humano, soñó. Soñó sin alterarlo.
Soñó con la voz de.... >Ella< contándole historias, con el sabor de helado de fresa, con el color de los árboles en otoño, con la risa compartida.
Y entendió.
Soñar, como humano, no era crear mundos perfectos. Era compartir lo imperfecto, lo efímero. Era sentir...

