La noche era serena en aquel pequeño planeta olvidado, cubierto de hierba plateada que brillaba bajo la luz de dos lunas tenues. Kaelis, sentado en una colina solitaria, contemplaba el cielo sin hablar. Sus alas estaban plegadas, la cola reposaba sobre el suelo y sus ojos morados, normalmente tranquilos, hoy parecían ligeramente húmedos, perdidos en una imagen que sólo él podía ver.

Recordó el calor de un nido improvisado entre raíces y musgo, bajo la protección de una cúpula tejida por los Sadidas. Él y Nival, apenas eclosionados, eran dos pequeñas figuras envueltas en mantas gruesas. Nival dormía profundamente, su gorro ladeado cubriéndole media cara, una pequeña sonrisa en los labios. Kaelis, más pequeño (sorprendentemente), lo trataba de rodear con un ala instintivamente, como si incluso entonces ya supiera que debía protegerlo.

En aquel recuerdo, Nival murmuraba en sueños cosas sin sentido, palabras dulces y risueñas que provocaban que Kaelis sonriera, aún con los ojos cerrados. Era una calma imposible de replicar, un momento en el que el universo parecía detenido. Ningún dios, ningún peligro, solo ellos dos… hermanos, nacidos del mismo error, del mismo milagro.

Kaelis cerró los ojos, dejando que el viento de la colina le acariciara el rostro. Y por un instante, el silencio de la noche le trajo de vuelta el murmullo de ese sueño lejano, y el calor de su hermano junto a él.

—A veces, quisiera volver a ese momento… —susurró, apenas audible, antes de alzar la mirada al firmamento estrellado, donde aún buscaba respuestas que tal vez nunca llegarían.
La noche era serena en aquel pequeño planeta olvidado, cubierto de hierba plateada que brillaba bajo la luz de dos lunas tenues. Kaelis, sentado en una colina solitaria, contemplaba el cielo sin hablar. Sus alas estaban plegadas, la cola reposaba sobre el suelo y sus ojos morados, normalmente tranquilos, hoy parecían ligeramente húmedos, perdidos en una imagen que sólo él podía ver. Recordó el calor de un nido improvisado entre raíces y musgo, bajo la protección de una cúpula tejida por los Sadidas. Él y Nival, apenas eclosionados, eran dos pequeñas figuras envueltas en mantas gruesas. Nival dormía profundamente, su gorro ladeado cubriéndole media cara, una pequeña sonrisa en los labios. Kaelis, más pequeño (sorprendentemente), lo trataba de rodear con un ala instintivamente, como si incluso entonces ya supiera que debía protegerlo. En aquel recuerdo, Nival murmuraba en sueños cosas sin sentido, palabras dulces y risueñas que provocaban que Kaelis sonriera, aún con los ojos cerrados. Era una calma imposible de replicar, un momento en el que el universo parecía detenido. Ningún dios, ningún peligro, solo ellos dos… hermanos, nacidos del mismo error, del mismo milagro. Kaelis cerró los ojos, dejando que el viento de la colina le acariciara el rostro. Y por un instante, el silencio de la noche le trajo de vuelta el murmullo de ese sueño lejano, y el calor de su hermano junto a él. —A veces, quisiera volver a ese momento… —susurró, apenas audible, antes de alzar la mirada al firmamento estrellado, donde aún buscaba respuestas que tal vez nunca llegarían.
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