La noche era tranquila en aquel rincón del universo, donde las estrellas titilaban suavemente como luciérnagas lejanas. El planeta dormía, y con él, los dos hermanos.

Nival y Kaelis yacían cerca, cada uno sumido en su descanso, con los restos del día aún frescos en su memoria: el combate, la huida, las risas y las preguntas no dichas. Y sin embargo, esa noche, sus sueños los arrastraron a un mismo lugar.

Un cielo sin fin, hecho de Wakfu dorado, los envolvía en un silencio casi sagrado. El viento no soplaba, pero todo se movía. Había paz… y había algo más. Un perfume que no habían sentido en mucho tiempo. Uno que les era familiar.

Frente a ellos, entre luces flotantes, apareció una silueta que los hizo contener la respiración.

Cabellos largos como una cascada de estrellas, ojos llenos de ternura y melancolía, una figura radiante que parecía hecha de la misma esencia que los había formado a ellos. Su madre.

La diosa Eliatrope.

No dijo nada al principio. Solo los observó con una sonrisa suave, como si el tiempo no los hubiera separado nunca. Como si todo estuviera bien, al menos por un instante. Kaelis sintió cómo su pecho se apretaba, mientras Nival, por primera vez en mucho tiempo, no encontró palabras ni sarcasmos. Solo asombro... y nostalgia.

Entonces ella habló. Solo una frase.

—**Ustedes son muy especiales.**

No hubo más.

Pero no hizo falta. Porque esa voz —su voz— se sintió como una caricia directa al alma, como si cada herida, cada pérdida, cada duda que habían cargado desde que escaparon... se volviera un poco más ligera.

Kaelis tragó saliva. Nival cerró los ojos. Y sin necesidad de decirlo, supieron que ambos habían visto lo mismo. Lo habían sentido al mismo tiempo. Su madre estaba viva... en alguna parte. O quizá no. Pero su esencia, su amor, su bendición... aún vivía en ellos.

La visión se desvaneció como polvo de luz, y los hermanos continuaron durmiendo, con lágrimas secas en las mejillas y el corazón latiendo un poco más fuerte.

Porque, incluso en la oscuridad más profunda del cosmos... una sola frase de su madre bastaba para que todo volviera a tener sentido.
La noche era tranquila en aquel rincón del universo, donde las estrellas titilaban suavemente como luciérnagas lejanas. El planeta dormía, y con él, los dos hermanos. Nival y Kaelis yacían cerca, cada uno sumido en su descanso, con los restos del día aún frescos en su memoria: el combate, la huida, las risas y las preguntas no dichas. Y sin embargo, esa noche, sus sueños los arrastraron a un mismo lugar. Un cielo sin fin, hecho de Wakfu dorado, los envolvía en un silencio casi sagrado. El viento no soplaba, pero todo se movía. Había paz… y había algo más. Un perfume que no habían sentido en mucho tiempo. Uno que les era familiar. Frente a ellos, entre luces flotantes, apareció una silueta que los hizo contener la respiración. Cabellos largos como una cascada de estrellas, ojos llenos de ternura y melancolía, una figura radiante que parecía hecha de la misma esencia que los había formado a ellos. Su madre. La diosa Eliatrope. No dijo nada al principio. Solo los observó con una sonrisa suave, como si el tiempo no los hubiera separado nunca. Como si todo estuviera bien, al menos por un instante. Kaelis sintió cómo su pecho se apretaba, mientras Nival, por primera vez en mucho tiempo, no encontró palabras ni sarcasmos. Solo asombro... y nostalgia. Entonces ella habló. Solo una frase. —**Ustedes son muy especiales.** No hubo más. Pero no hizo falta. Porque esa voz —su voz— se sintió como una caricia directa al alma, como si cada herida, cada pérdida, cada duda que habían cargado desde que escaparon... se volviera un poco más ligera. Kaelis tragó saliva. Nival cerró los ojos. Y sin necesidad de decirlo, supieron que ambos habían visto lo mismo. Lo habían sentido al mismo tiempo. Su madre estaba viva... en alguna parte. O quizá no. Pero su esencia, su amor, su bendición... aún vivía en ellos. La visión se desvaneció como polvo de luz, y los hermanos continuaron durmiendo, con lágrimas secas en las mejillas y el corazón latiendo un poco más fuerte. Porque, incluso en la oscuridad más profunda del cosmos... una sola frase de su madre bastaba para que todo volviera a tener sentido.
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