Morfeo abrió los ojos. Despertó sobre una cama de pasto y hojas secas. 

No era un sueño, no era un dios entre velos de niebla y susurros de los durmientes. Era humano. Por decisión propia.

El Olimpo ya no era como antes. Los dioses dormían, olvidados por la humanidad. Y él, el tejedor de sueños, el arquitecto de los mundos oníricos, sentía curiosidad por lo único que nunca había probado: vivir.

Se levantó, torpe. El cuerpo dolía. El estómago rugía. Respirar era un esfuerzo consciente. "¡Qué frágiles son los humanos!", pensó, "y sin embargo, qué inmensamente vivos".

No tenía ropa, pero la desnudez es tan natural en él que no tenía ni una pizca de pudor. 

Era como cualquier otro humano, ojos oscuros, piel pálida, cabello desordenado. Su rostro humano era un mapa en blanco. Tenía que escribirlo todo.

— ¿Cómo es que aún tengo sueño...? — Se preguntó a si mismo.

Morfeo abrió los ojos. Despertó sobre una cama de pasto y hojas secas.  No era un sueño, no era un dios entre velos de niebla y susurros de los durmientes. Era humano. Por decisión propia. El Olimpo ya no era como antes. Los dioses dormían, olvidados por la humanidad. Y él, el tejedor de sueños, el arquitecto de los mundos oníricos, sentía curiosidad por lo único que nunca había probado: vivir. Se levantó, torpe. El cuerpo dolía. El estómago rugía. Respirar era un esfuerzo consciente. "¡Qué frágiles son los humanos!", pensó, "y sin embargo, qué inmensamente vivos". No tenía ropa, pero la desnudez es tan natural en él que no tenía ni una pizca de pudor.  Era como cualquier otro humano, ojos oscuros, piel pálida, cabello desordenado. Su rostro humano era un mapa en blanco. Tenía que escribirlo todo. — ¿Cómo es que aún tengo sueño...? — Se preguntó a si mismo.
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