El humo del cigarrillo se eleva lento, en espirales irregulares, como si dudara a dónde ir. Estoy sentada en una banca oxidada, a unas cuadras de la discoteca. Mis piernas duelen, el cuerpo me pesa y la noche se siente más cruda de lo habitual.
No hay nadie alrededor. Solo el zumbido lejano del tránsito y la luz pálida de un farol que parpadea, como si también estuviera cansado.
Pienso en lo que dejé atrás.
En la habitación que fue mía, en los domingos silenciosos, en las miradas duras de mis padres. En esa última discusión donde mi voz temblaba pero no se quebraba, mientras la suya se llenaba de decepción.
Y entonces, el pensamiento me atraviesa como un rayo.
¿Y si volvía a casa?
¿Y si dejaba los turnos de madrugada, las caminatas solitarias, los textos arrugados en mi mochila? ¿Si cambiaba los versos por leyes, los libros por trajes, mis sueños por los de ellos?
Solo un segundo.
Solo un suspiro.
Y después, la certeza.
No.
Porque aunque duela, aunque a veces quiera rendirme, esta vida es mía.
Y prefiero el frío de la calle a una cama caliente si para tenerla tengo que dejar de ser quien soy.
Tiro el cigarro al suelo, lo piso con firmeza.
Me levanto.
Y camino hacia la música, hacia el ruido, hacia lo desconocido.
Pero libre.
No hay nadie alrededor. Solo el zumbido lejano del tránsito y la luz pálida de un farol que parpadea, como si también estuviera cansado.
Pienso en lo que dejé atrás.
En la habitación que fue mía, en los domingos silenciosos, en las miradas duras de mis padres. En esa última discusión donde mi voz temblaba pero no se quebraba, mientras la suya se llenaba de decepción.
Y entonces, el pensamiento me atraviesa como un rayo.
¿Y si volvía a casa?
¿Y si dejaba los turnos de madrugada, las caminatas solitarias, los textos arrugados en mi mochila? ¿Si cambiaba los versos por leyes, los libros por trajes, mis sueños por los de ellos?
Solo un segundo.
Solo un suspiro.
Y después, la certeza.
No.
Porque aunque duela, aunque a veces quiera rendirme, esta vida es mía.
Y prefiero el frío de la calle a una cama caliente si para tenerla tengo que dejar de ser quien soy.
Tiro el cigarro al suelo, lo piso con firmeza.
Me levanto.
Y camino hacia la música, hacia el ruido, hacia lo desconocido.
Pero libre.
El humo del cigarrillo se eleva lento, en espirales irregulares, como si dudara a dónde ir. Estoy sentada en una banca oxidada, a unas cuadras de la discoteca. Mis piernas duelen, el cuerpo me pesa y la noche se siente más cruda de lo habitual.
No hay nadie alrededor. Solo el zumbido lejano del tránsito y la luz pálida de un farol que parpadea, como si también estuviera cansado.
Pienso en lo que dejé atrás.
En la habitación que fue mía, en los domingos silenciosos, en las miradas duras de mis padres. En esa última discusión donde mi voz temblaba pero no se quebraba, mientras la suya se llenaba de decepción.
Y entonces, el pensamiento me atraviesa como un rayo.
¿Y si volvía a casa?
¿Y si dejaba los turnos de madrugada, las caminatas solitarias, los textos arrugados en mi mochila? ¿Si cambiaba los versos por leyes, los libros por trajes, mis sueños por los de ellos?
Solo un segundo.
Solo un suspiro.
Y después, la certeza.
No.
Porque aunque duela, aunque a veces quiera rendirme, esta vida es mía.
Y prefiero el frío de la calle a una cama caliente si para tenerla tengo que dejar de ser quien soy.
Tiro el cigarro al suelo, lo piso con firmeza.
Me levanto.
Y camino hacia la música, hacia el ruido, hacia lo desconocido.
Pero libre.
