Odiaba sentir las miradas sobre ella. Cada paso que daba venía acompañado de esa incómoda sensación de ser juzgada: los susurros, las risas lejanas… todo parecía dirigido a su persona. Pero en el fondo sabía que nada de eso era real. No era el centro de atención, no era el blanco de ninguna burla. Todo ocurría dentro de su cabeza.

La mente tiene esa cruel habilidad de distorsionar la realidad, de hacernos creer que cada gesto ajeno encierra un juicio hacia nosotros. No era la única que lo sentía así. Había muchos más —demasiados— caminando con el mismo peso invisible, creyendo que las risas eran dagas, que los murmullos eran juicios disfrazados. Y no. A veces, nuestra peor crítica vive dentro de nosotros mismos, disfrazada de pensamiento, alimentando inseguridades que nadie más ve.