Zeus el Viejo Errante
Ubicación: Una posada polvorienta en medio de la nada, con el crepúsculo cubriendo los caminos y el aroma a sopa vieja en el aire.
—Viejo, ¿va a querer otro cuenco?
El anciano de barba blanca levantó la mirada con lentitud. Sus ojos parecían cansados, apagados… pero por un segundo, justo cuando la muchacha se giró, brillaron con un fulgor que no pertenecía a este mundo.
—Uno más, niña, pero sin cebolla esta vez. No me cae bien desde que… digamos, desde hace siglos.
Todos en la taberna se habían acostumbrado al "abuelo Dión", el forastero que apareció una tarde y se ofreció a barrer las escaleras a cambio de una cama. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran extrañamente precisas. Sabía más de lo que debía. Mencionaba cosas que nadie recordaba haberle contado. Y, lo más inquietante de todo… la tormenta nunca caía mientras él dormía en la aldea.
Algunos decían que era un viejo mago. Otros que era un loco. Pero nadie se atrevía a ofenderlo. Ni siquiera los borrachos más pendencieros.
Esa noche, mientras la chimenea crepitaba y el vino hacía efecto, "abuelo Dión" se sentó cerca del fuego, acariciando su bastón —que más parecía un rayo seco que un simple palo—, y miró a quien acababa de entrar. Un rostro nuevo.
Lo estudió. Sonrió, lento.
—Curioso —murmuró, como si hablara para sí, aunque en voz lo bastante alta como para ser oído—. Me he tomado tantas molestias en encorvarme, disfrazar la voz, vestir andrajos y hablar de reumas… y aun así...
Pausó, sus ojos ahora mucho más intensos, como el cielo antes de una tormenta.
—...a ti no te engañé, ¿verdad?
El aire de la sala pareció hacerse más denso.
El viejo sonrió, esta vez sin dientes postizos ni tos fingida.
—Vamos, dime... ¿qué fue lo que me delató?
—Viejo, ¿va a querer otro cuenco?
El anciano de barba blanca levantó la mirada con lentitud. Sus ojos parecían cansados, apagados… pero por un segundo, justo cuando la muchacha se giró, brillaron con un fulgor que no pertenecía a este mundo.
—Uno más, niña, pero sin cebolla esta vez. No me cae bien desde que… digamos, desde hace siglos.
Todos en la taberna se habían acostumbrado al "abuelo Dión", el forastero que apareció una tarde y se ofreció a barrer las escaleras a cambio de una cama. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran extrañamente precisas. Sabía más de lo que debía. Mencionaba cosas que nadie recordaba haberle contado. Y, lo más inquietante de todo… la tormenta nunca caía mientras él dormía en la aldea.
Algunos decían que era un viejo mago. Otros que era un loco. Pero nadie se atrevía a ofenderlo. Ni siquiera los borrachos más pendencieros.
Esa noche, mientras la chimenea crepitaba y el vino hacía efecto, "abuelo Dión" se sentó cerca del fuego, acariciando su bastón —que más parecía un rayo seco que un simple palo—, y miró a quien acababa de entrar. Un rostro nuevo.
Lo estudió. Sonrió, lento.
—Curioso —murmuró, como si hablara para sí, aunque en voz lo bastante alta como para ser oído—. Me he tomado tantas molestias en encorvarme, disfrazar la voz, vestir andrajos y hablar de reumas… y aun así...
Pausó, sus ojos ahora mucho más intensos, como el cielo antes de una tormenta.
—...a ti no te engañé, ¿verdad?
El aire de la sala pareció hacerse más denso.
El viejo sonrió, esta vez sin dientes postizos ni tos fingida.
—Vamos, dime... ¿qué fue lo que me delató?
Ubicación: Una posada polvorienta en medio de la nada, con el crepúsculo cubriendo los caminos y el aroma a sopa vieja en el aire.
—Viejo, ¿va a querer otro cuenco?
El anciano de barba blanca levantó la mirada con lentitud. Sus ojos parecían cansados, apagados… pero por un segundo, justo cuando la muchacha se giró, brillaron con un fulgor que no pertenecía a este mundo.
—Uno más, niña, pero sin cebolla esta vez. No me cae bien desde que… digamos, desde hace siglos.
Todos en la taberna se habían acostumbrado al "abuelo Dión", el forastero que apareció una tarde y se ofreció a barrer las escaleras a cambio de una cama. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran extrañamente precisas. Sabía más de lo que debía. Mencionaba cosas que nadie recordaba haberle contado. Y, lo más inquietante de todo… la tormenta nunca caía mientras él dormía en la aldea.
Algunos decían que era un viejo mago. Otros que era un loco. Pero nadie se atrevía a ofenderlo. Ni siquiera los borrachos más pendencieros.
Esa noche, mientras la chimenea crepitaba y el vino hacía efecto, "abuelo Dión" se sentó cerca del fuego, acariciando su bastón —que más parecía un rayo seco que un simple palo—, y miró a quien acababa de entrar. Un rostro nuevo.
Lo estudió. Sonrió, lento.
—Curioso —murmuró, como si hablara para sí, aunque en voz lo bastante alta como para ser oído—. Me he tomado tantas molestias en encorvarme, disfrazar la voz, vestir andrajos y hablar de reumas… y aun así...
Pausó, sus ojos ahora mucho más intensos, como el cielo antes de una tormenta.
—...a ti no te engañé, ¿verdad?
El aire de la sala pareció hacerse más denso.
El viejo sonrió, esta vez sin dientes postizos ni tos fingida.
—Vamos, dime... ¿qué fue lo que me delató?
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible
