A veces pienso que recuerdo más el olor del humo que el de mi madre.

Tenía cinco años cuando todo se volvió fuego. No entendí qué pasaba, solo recuerdo el calor, los gritos apagados, y caminar descalza sobre el suelo ardiente sin sentir nada. Me decían que fue un milagro que saliera viva. Pero si era un milagro, ¿por qué nadie me abrazó?

Me llevaron con unos tíos, creo. No hablaban mucho, y cuando lo hacían, era bajito, como si el aire pudiera escucharlos. Me daban de comer, me vestían, pero no me miraban. En la mesa siempre ponían un plato menos. Mi cama estaba sola, lejos de las otras. Me daban ropa de otros niños, pero nunca juguetes. Nunca afecto.

Yo trataba de entender qué hacía mal. ¿Era porque no me gustaban las muñecas? ¿Porque prefería dibujar lobos que princesas? ¿Porque no me gustaba el rosa y decía que mi color favorito era el negro?
No sabía sentarme como las niñas, decían. Me sentaba como “un animal”. No hablaba cuando debía, y cuando hablaba, preguntaba cosas que los adultos no sabían responder.

Una noche escuché a mi tía llorar detrás de una puerta.
—Tiene los ojos como su madre cuando cambiaba… —decía—. No es normal.
—Salió del fuego sin una quemadura —dijo otro—. Eso no es natural.

Fue entonces cuando lo entendí: no me odiaban porque era rara.
Me temían.

Y una semana después estaba en el orfanato. Con una maleta que no era mía y el corazón lleno de preguntas que nadie respondía.

Durante años pensé que era mi culpa. Que si hubiera sido más dulce, más niña, más como “ellos”, me habrían querido.
Ahora sé la verdad:
No me rechazaron por lo que era en ese momento…
me rechazaron por lo que sabían que iba a ser.
A veces pienso que recuerdo más el olor del humo que el de mi madre. Tenía cinco años cuando todo se volvió fuego. No entendí qué pasaba, solo recuerdo el calor, los gritos apagados, y caminar descalza sobre el suelo ardiente sin sentir nada. Me decían que fue un milagro que saliera viva. Pero si era un milagro, ¿por qué nadie me abrazó? Me llevaron con unos tíos, creo. No hablaban mucho, y cuando lo hacían, era bajito, como si el aire pudiera escucharlos. Me daban de comer, me vestían, pero no me miraban. En la mesa siempre ponían un plato menos. Mi cama estaba sola, lejos de las otras. Me daban ropa de otros niños, pero nunca juguetes. Nunca afecto. Yo trataba de entender qué hacía mal. ¿Era porque no me gustaban las muñecas? ¿Porque prefería dibujar lobos que princesas? ¿Porque no me gustaba el rosa y decía que mi color favorito era el negro? No sabía sentarme como las niñas, decían. Me sentaba como “un animal”. No hablaba cuando debía, y cuando hablaba, preguntaba cosas que los adultos no sabían responder. Una noche escuché a mi tía llorar detrás de una puerta. —Tiene los ojos como su madre cuando cambiaba… —decía—. No es normal. —Salió del fuego sin una quemadura —dijo otro—. Eso no es natural. Fue entonces cuando lo entendí: no me odiaban porque era rara. Me temían. Y una semana después estaba en el orfanato. Con una maleta que no era mía y el corazón lleno de preguntas que nadie respondía. Durante años pensé que era mi culpa. Que si hubiera sido más dulce, más niña, más como “ellos”, me habrían querido. Ahora sé la verdad: No me rechazaron por lo que era en ese momento… me rechazaron por lo que sabían que iba a ser.
Me entristece
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