Prólogo: La oración de Kari

El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta.

Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre.

—Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche.

Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino.

Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños.

Pero esa noche... sería diferente.

Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió.

Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre.

Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar.

Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía.

El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo.

Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos.
Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria…
…él lo había hecho. Solo que a su manera.
Prólogo: La oración de Kari El sol se deslizaba suavemente sobre las montañas que marcaban la frontera entre Skyrim y Cyrodiil, tiñendo de dorado los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre árboles marchitos. En una pequeña aldea de paso, donde la vida se tejía entre comercio y rumores de guerra, una joven se encontraba frente a un altar improvisado en una repisa polvorienta. Sus dedos temblaban levemente al tomar el viejo amuleto de Akatosh, desgastado en los bordes. No por el uso, sino por el tiempo. Era todo lo que le quedaba de su padre. —Papá decía que siempre estás escuchando... —murmuró con una sonrisa quebrada—. Así que... por favor, Akatosh. Que hoy no sea un día pesado. Que los borrachos hoy se vayan temprano, que los platos sucios no se multipliquen y que no me duelan los pies antes de medianoche. Sus palabras flotaron en el aire como un suspiro. La taberna al borde del camino era su mundo ahora. Su escudo. Su cruz. La gente la llamaba Kari la Sonriente porque incluso cuando la tristeza se escondía detrás de sus ojos, nunca dejó de mostrar los dientes al destino. Afuera, los vientos traían consigo presagios. Guerras. Saqueos. Voces de dragones que solo los locos aseguraban oír en sueños. Pero esa noche... sería diferente. Al inicio todo marchó como cualquier otra jornada. Un par de viajeros ebrios, una canción vieja, risas de campesinos que se aferraban al último sorbo de alegría. Hasta que la puerta se abrió. Él no traía capa. Ni espada. Ni nombre. Solo una presencia que hizo que la taberna entera se sumiera en un silencio expectante. El fuego titubeó en la chimenea. Los perros dejaron de ladrar. Kari lo vio y sintió que el mundo se volvía más denso a su alrededor. No fue miedo lo que sintió. Fue un eco. Como si su alma recordara algo que su mente aún no conocía. El desconocido la miró. Sus ojos eran antiguos. Como los de las serpientes que lo han visto todo. Aquel fue el día en que Kari conoció al Devorador de Mundos. Y aunque ella pensaba que Akatosh no había respondido su plegaria… …él lo había hecho. Solo que a su manera.
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