Cómo todos ven a Leah Ruíz:
Leah es la encarnación de la belleza que mata, la tentación hecha carne, la sombra elegante que se desliza entre el humo de la pólvora y los tragos caros. Camina como si el mundo le debiera algo, y probablemente así sea.
Su melena es negra como la tinta más espesa, larga hasta media espalda, con un brillo frío y sedoso que cae en ondas suaves, aunque a veces lo recoge en una coleta alta o un moño bajo cuando se prepara para matar. El contraste entre su pelo oscuro y su piel clara crea una imagen magnética, casi peligrosa.
Dos zafiros helados, intensos, tajantes adornan su cara. Sus ojos azules no son cálidos: son fríos, calculadores, capaces de atravesarte con una sola mirada. Hay algo hipnótico en ellos, como si pudieran leer tus pecados y decidir si mereces redención o bala.
Su rostro es una obra de arte renacentista tallada con precisión letal: pómulos altos, mandíbula definida, labios carnosos que rara vez sonríen. Cuando lo hacen, es con esa curva sutil que no promete nada, pero lo insinúa todo. Su piel es de un tono marfil suave, sin imperfecciones, salvo por una pequeña cicatriz junto al labio inferior, casi invisible, pero inolvidable.
Estatura media (1.68), de figura esbelta y atlética, con curvas tan elegantes como peligrosas. Se mueve con la gracia de una bailarina y la precisión de una asesina. Cada paso suyo parece medido, como si fuera parte de una danza que sólo ella entiende. Sabe que su cuerpo es un arma más y lo utiliza con la misma frialdad que su pistola Beretta.
Tiene un tatuaje oculto bajo el pecho izquierdo: una rosa negra atravesada por una daga, símbolo de su familia caída y de su renacimiento como jefa. En la clavícula derecha, una línea muy fina en latín: "Omnia mea mecum porto" —todo lo mío lo llevo conmigo.
Viste con una elegancia afilada. Trajes a medida, pantalones de cuero, blusas de seda, tacones de aguja. Siempre lleva guantes de piel negra cuando sale a actuar. Su perfume mezcla notas de tabaco rubio, vainilla oscura y vetiver —un aroma que se queda en la memoria como una maldición.
Leah es la encarnación de la belleza que mata, la tentación hecha carne, la sombra elegante que se desliza entre el humo de la pólvora y los tragos caros. Camina como si el mundo le debiera algo, y probablemente así sea.
Su melena es negra como la tinta más espesa, larga hasta media espalda, con un brillo frío y sedoso que cae en ondas suaves, aunque a veces lo recoge en una coleta alta o un moño bajo cuando se prepara para matar. El contraste entre su pelo oscuro y su piel clara crea una imagen magnética, casi peligrosa.
Dos zafiros helados, intensos, tajantes adornan su cara. Sus ojos azules no son cálidos: son fríos, calculadores, capaces de atravesarte con una sola mirada. Hay algo hipnótico en ellos, como si pudieran leer tus pecados y decidir si mereces redención o bala.
Su rostro es una obra de arte renacentista tallada con precisión letal: pómulos altos, mandíbula definida, labios carnosos que rara vez sonríen. Cuando lo hacen, es con esa curva sutil que no promete nada, pero lo insinúa todo. Su piel es de un tono marfil suave, sin imperfecciones, salvo por una pequeña cicatriz junto al labio inferior, casi invisible, pero inolvidable.
Estatura media (1.68), de figura esbelta y atlética, con curvas tan elegantes como peligrosas. Se mueve con la gracia de una bailarina y la precisión de una asesina. Cada paso suyo parece medido, como si fuera parte de una danza que sólo ella entiende. Sabe que su cuerpo es un arma más y lo utiliza con la misma frialdad que su pistola Beretta.
Tiene un tatuaje oculto bajo el pecho izquierdo: una rosa negra atravesada por una daga, símbolo de su familia caída y de su renacimiento como jefa. En la clavícula derecha, una línea muy fina en latín: "Omnia mea mecum porto" —todo lo mío lo llevo conmigo.
Viste con una elegancia afilada. Trajes a medida, pantalones de cuero, blusas de seda, tacones de aguja. Siempre lleva guantes de piel negra cuando sale a actuar. Su perfume mezcla notas de tabaco rubio, vainilla oscura y vetiver —un aroma que se queda en la memoria como una maldición.
Cómo todos ven a Leah Ruíz:
Leah es la encarnación de la belleza que mata, la tentación hecha carne, la sombra elegante que se desliza entre el humo de la pólvora y los tragos caros. Camina como si el mundo le debiera algo, y probablemente así sea.
Su melena es negra como la tinta más espesa, larga hasta media espalda, con un brillo frío y sedoso que cae en ondas suaves, aunque a veces lo recoge en una coleta alta o un moño bajo cuando se prepara para matar. El contraste entre su pelo oscuro y su piel clara crea una imagen magnética, casi peligrosa.
Dos zafiros helados, intensos, tajantes adornan su cara. Sus ojos azules no son cálidos: son fríos, calculadores, capaces de atravesarte con una sola mirada. Hay algo hipnótico en ellos, como si pudieran leer tus pecados y decidir si mereces redención o bala.
Su rostro es una obra de arte renacentista tallada con precisión letal: pómulos altos, mandíbula definida, labios carnosos que rara vez sonríen. Cuando lo hacen, es con esa curva sutil que no promete nada, pero lo insinúa todo. Su piel es de un tono marfil suave, sin imperfecciones, salvo por una pequeña cicatriz junto al labio inferior, casi invisible, pero inolvidable.
Estatura media (1.68), de figura esbelta y atlética, con curvas tan elegantes como peligrosas. Se mueve con la gracia de una bailarina y la precisión de una asesina. Cada paso suyo parece medido, como si fuera parte de una danza que sólo ella entiende. Sabe que su cuerpo es un arma más y lo utiliza con la misma frialdad que su pistola Beretta.
Tiene un tatuaje oculto bajo el pecho izquierdo: una rosa negra atravesada por una daga, símbolo de su familia caída y de su renacimiento como jefa. En la clavícula derecha, una línea muy fina en latín: "Omnia mea mecum porto" —todo lo mío lo llevo conmigo.
Viste con una elegancia afilada. Trajes a medida, pantalones de cuero, blusas de seda, tacones de aguja. Siempre lleva guantes de piel negra cuando sale a actuar. Su perfume mezcla notas de tabaco rubio, vainilla oscura y vetiver —un aroma que se queda en la memoria como una maldición.
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