Atropos lo supo desde el principio: el amor no era para ella. No porque le faltara belleza, ni misterio, ni presencia. Sino porque en su interior no crecía nada que pudiera sostener ese tipo de fuego sin consumirlo todo.
Lo había visto en otros. Esa entrega absurda. Esa forma de mirar como si el otro fuera casa. Y a veces... por un segundo casi lo envidiaba.
Casi.
Porque hubo un momento —breve como un parpadeo en medio de una tormenta— en el que alguien se atrevió a acercarse. A tocar su sombra sin temer al filo. A hablarle como si su existencia no pesara.
Y ella quiso sentir. No lo logró.
No supo cómo tomar la ternura sin volverla ceniza.
No supo cómo devolver una caricia sin dejar cicatriz.
No supo amar sin mentirse.
Así que lo dejó ir.
No porque no lo deseara… sino porque sabía que el deseo, en sus manos, era otra forma de condena.
Y cuando volvió a la azotea —a su soledad antigua y precisa— solo pensó:
"Algunos hilos nunca se cortan, porque nunca llegan a nacer."
Lo había visto en otros. Esa entrega absurda. Esa forma de mirar como si el otro fuera casa. Y a veces... por un segundo casi lo envidiaba.
Casi.
Porque hubo un momento —breve como un parpadeo en medio de una tormenta— en el que alguien se atrevió a acercarse. A tocar su sombra sin temer al filo. A hablarle como si su existencia no pesara.
Y ella quiso sentir. No lo logró.
No supo cómo tomar la ternura sin volverla ceniza.
No supo cómo devolver una caricia sin dejar cicatriz.
No supo amar sin mentirse.
Así que lo dejó ir.
No porque no lo deseara… sino porque sabía que el deseo, en sus manos, era otra forma de condena.
Y cuando volvió a la azotea —a su soledad antigua y precisa— solo pensó:
"Algunos hilos nunca se cortan, porque nunca llegan a nacer."
Atropos lo supo desde el principio: el amor no era para ella. No porque le faltara belleza, ni misterio, ni presencia. Sino porque en su interior no crecía nada que pudiera sostener ese tipo de fuego sin consumirlo todo.
Lo había visto en otros. Esa entrega absurda. Esa forma de mirar como si el otro fuera casa. Y a veces... por un segundo casi lo envidiaba.
Casi.
Porque hubo un momento —breve como un parpadeo en medio de una tormenta— en el que alguien se atrevió a acercarse. A tocar su sombra sin temer al filo. A hablarle como si su existencia no pesara.
Y ella quiso sentir. No lo logró.
No supo cómo tomar la ternura sin volverla ceniza.
No supo cómo devolver una caricia sin dejar cicatriz.
No supo amar sin mentirse.
Así que lo dejó ir.
No porque no lo deseara… sino porque sabía que el deseo, en sus manos, era otra forma de condena.
Y cuando volvió a la azotea —a su soledad antigua y precisa— solo pensó:
"Algunos hilos nunca se cortan, porque nunca llegan a nacer."


