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En el Olimpo, donde los dioses bailan entre las estrellas y el mármol canta con voz antigua, se alzaba Hera, la Reina del Cielo, con el alma ardiendo como una llama imposible de apagar.

Aquel día, los rumores llegaron con el viento: una ninfa había osado compartir la sombra de Zeus, y el mundo mortal celebraba su belleza como si fuera una diosa.

Hera no lloró. Hera no suplicó.
Ella se alzó.

Bajó al mundo envuelta en un velo de nubes negras, su cabello flotando como hilos de oro entre relámpagos. Los cielos se abrieron como una herida y el aire se tornó pesado.

El Olimpo contuvo el aliento.

En las ruinas de un templo olvidado, se encontraba la ninfa, desprevenida, inocente quizás... pero no importaba. Hera no peleaba con manos. Peleaba con destino.

—¿Sabes quién soy? —preguntó, su voz quebrando las piedras.

—Eres la Reina —susurró la ninfa, temblando.

—Entonces, recuerda esto: las reinas no comparten su trono.

Hera no la destruyó. No era su estilo. Pero le arrebató el don de ser vista. Desde aquel día, ningún mortal volvió a recordar su rostro. Era como el eco de un sueño maldito: hermoso pero sin forma.

No fue una victoria para contar con orgullo. Fue una herida más en su corona.
Porque Hera no peleaba por celos…
Peleaba por no romperse. Por no volverse invisible en el reflejo del rey que lo tenía todo, menos fidelidad.

Y esa noche, al regresar al Olimpo, sus lágrimas cayeron sobre la tierra y nacieron flores nuevas. Tristes. Bellas. Eternas.

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El Juicio del Relámpago
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Semanas después del castigo a la ninfa, los cielos aún murmuraban su nombre. Algunos dioses menores, temerosos, comenzaron a susurrar que Hera se había vuelto cruel. Que ya no protegía el orden, sino su orgullo.

Y un dios joven, arrogante y fuerte como un incendio, decidió enfrentarse a ella. Su nombre era Aegirón, nacido del mar y el trueno, armado con una lanza de tormentas y la lengua afilada por la vanidad.

—Has gobernado demasiado tiempo con rabia —le gritó desde el monte Etna, donde el fuego tiembla bajo la tierra—. El Olimpo necesita una reina sin cadenas.

Hera descendió sin una palabra, vestida con un manto de estrellas rotas. Sus ojos brillaban con siglos de amor, traición, y fuego contenido.

—¿Vienes a tomar mi corona, niño del trueno? —susurró con un tono más filoso que cualquier espada.

Aegirón alzó su lanza. El cielo rugió. Pero antes de que pudiera atacar, Hera alzó una sola mano.

Y el tiempo se detuvo.

El aire se partió.
El relámpago se arrodilló.

Ella no lo hirió. No lo mató.
Lo miró a los ojos y le mostró todo lo que había soportado:
las traiciones, los sacrificios, los partos que no eran suyos, las guerras provocadas por belleza robada, los siglos donde fue reina pero también sombra.

—Ser reina —dijo— no es gritar más fuerte. Es seguir de pie cuando todo dentro de ti quiere caer.

Aegirón cayó de rodillas. No por dolor. Por respeto.

Desde ese día, cada vez que truena en el cielo, los dioses recuerdan esa batalla que no fue batalla, pero cambió el Olimpo para siempre.

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