Atropos observaba desde lo alto, con esa quietud que sólo tienen los que ya no esperan nada.
Debajo, el mundo vibraba con emociones fugaces: lágrimas que no llegaban al alma, risas que ocultaban el vacío, palabras que se desgastaban al ser dichas demasiadas veces… a demasiadas personas.
Para ella, los sentimientos humanos eran una máscara más.
Amaban con la facilidad de quien cambia de abrigo. Prometían para llenar el silencio, no porque entendieran el peso de lo eterno.
Hoy decían “para siempre”, y mañana ya sus labios murmuraban otro nombre.
El amor, el dolor, la lealtad… eran trajes desechables en un carnaval sin rostro.
Había cortado miles de hilos, y aprendido en el proceso que muy pocos lloraban con verdad.
Muchos olvidaban incluso antes de que el cuerpo se enfriara.
¿Y esa era su gran tragedia? ¿Ese era el valor de sus emociones?
Atropos no odiaba a los humanos.
Simplemente los conocía.
Y en ese conocimiento, no había espacio para la ternura.
Debajo, el mundo vibraba con emociones fugaces: lágrimas que no llegaban al alma, risas que ocultaban el vacío, palabras que se desgastaban al ser dichas demasiadas veces… a demasiadas personas.
Para ella, los sentimientos humanos eran una máscara más.
Amaban con la facilidad de quien cambia de abrigo. Prometían para llenar el silencio, no porque entendieran el peso de lo eterno.
Hoy decían “para siempre”, y mañana ya sus labios murmuraban otro nombre.
El amor, el dolor, la lealtad… eran trajes desechables en un carnaval sin rostro.
Había cortado miles de hilos, y aprendido en el proceso que muy pocos lloraban con verdad.
Muchos olvidaban incluso antes de que el cuerpo se enfriara.
¿Y esa era su gran tragedia? ¿Ese era el valor de sus emociones?
Atropos no odiaba a los humanos.
Simplemente los conocía.
Y en ese conocimiento, no había espacio para la ternura.
Atropos observaba desde lo alto, con esa quietud que sólo tienen los que ya no esperan nada.
Debajo, el mundo vibraba con emociones fugaces: lágrimas que no llegaban al alma, risas que ocultaban el vacío, palabras que se desgastaban al ser dichas demasiadas veces… a demasiadas personas.
Para ella, los sentimientos humanos eran una máscara más.
Amaban con la facilidad de quien cambia de abrigo. Prometían para llenar el silencio, no porque entendieran el peso de lo eterno.
Hoy decían “para siempre”, y mañana ya sus labios murmuraban otro nombre.
El amor, el dolor, la lealtad… eran trajes desechables en un carnaval sin rostro.
Había cortado miles de hilos, y aprendido en el proceso que muy pocos lloraban con verdad.
Muchos olvidaban incluso antes de que el cuerpo se enfriara.
¿Y esa era su gran tragedia? ¿Ese era el valor de sus emociones?
Atropos no odiaba a los humanos.
Simplemente los conocía.
Y en ese conocimiento, no había espacio para la ternura.


