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“Sus dedos se movían como si tejieran destino con hilo de oro. Y en su palma, el pulso del universo.”

En la antesala del templo, el enfermo yacía ya más allá del velo. Un guerrero tebano, perforado en batalla, su corazón latía solo como un eco. Los sacerdotes oraban. Las madres lloraban. Pero él, el hijo del arte médico, Asclepius, llegó envuelto en un manto oscuro que desafiaba las formas y épocas.

Vestía con ropajes que no pertenecían a Grecia ni a ningún reino conocido: túnica ceñida, una capa sujeta al viento, y sobre su rostro, una máscara negra donde el símbolo del infinito descansaba, como si la eternidad le hubiera prestado su aliento.

No usó escalpelo.
No invocó a su padre Apolo.
No esperó el juicio de los dioses.

Con un movimiento veloz, extendió su brazo y golpeó el pecho del moribundo con una fuerza que no buscaba destruir, sino reactivar.
El golpe no era físico. Era ritual, era principio vital. Una técnica que ningún mortal entendería, y que ni siquiera Esculapio enseñó a sus discípulos más devotos.

“Lo extrajo del umbral entre Hades y los sueños. Con un puño, espantó a la muerte como a una sombra en el ocaso.”

El cuerpo tembló. El aire volvió a entrar. Y entre lágrimas, el guerrero abrió los ojos.
Nadie aplaudió.
Nadie gritó.

Sólo un silencio de mármol, testigo del prodigio.

Asclepius volvió a guardar su brazo en su túnica, se giró sin decir palabra, y caminó hacia la neblina del amanecer, como si nunca hubiera estado allí. Como si la muerte se hubiera arrepentido a tiempo.

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