La vio llegar como se ve llegar a un presagio:
ojos llenos de inviernos que nunca terminaron, una risa aprendida a fuerza de grietas. Tenía en la piel la memoria de la guerra, y en el alma,
una oscuridad tan antigua
que ni los dioses recordaban su nombre.
Alguien la amó,
—oh sí, alguien la amó—
como se ama lo que se espera redimir,
como si el calor de unos brazos
pudiera desterrar siglos de sombra.
Como si el amor fuera lámpara,
y no chispa fugaz en la tormenta.
Pero ella…ella no quería salvarse.
Bebía de su pena con la devoción de una santa rota, se abrazaba al dolor como si fuera hogar, como si soltarlo fuera traicionar la única parte de sí que conocía.
Átropos lo supo en silencio.
Mientras sus hermanas hilaban esperanza, ella afilaba el fin.
Porque no todos los hilos están hechos para entrelazarse, no todos los nombres deben pronunciarse dos veces.
Y mientras el amor de otro moría lentamente frente a la indiferencia luminosa de la herida, Átropos bajó los ojos. No por piedad.
Sino por respeto.
Porque hay quienes eligen su oscuridad
con tanta firmeza, que ni el amor —ese necio eterno—puede arrebatársela.
ojos llenos de inviernos que nunca terminaron, una risa aprendida a fuerza de grietas. Tenía en la piel la memoria de la guerra, y en el alma,
una oscuridad tan antigua
que ni los dioses recordaban su nombre.
Alguien la amó,
—oh sí, alguien la amó—
como se ama lo que se espera redimir,
como si el calor de unos brazos
pudiera desterrar siglos de sombra.
Como si el amor fuera lámpara,
y no chispa fugaz en la tormenta.
Pero ella…ella no quería salvarse.
Bebía de su pena con la devoción de una santa rota, se abrazaba al dolor como si fuera hogar, como si soltarlo fuera traicionar la única parte de sí que conocía.
Átropos lo supo en silencio.
Mientras sus hermanas hilaban esperanza, ella afilaba el fin.
Porque no todos los hilos están hechos para entrelazarse, no todos los nombres deben pronunciarse dos veces.
Y mientras el amor de otro moría lentamente frente a la indiferencia luminosa de la herida, Átropos bajó los ojos. No por piedad.
Sino por respeto.
Porque hay quienes eligen su oscuridad
con tanta firmeza, que ni el amor —ese necio eterno—puede arrebatársela.
La vio llegar como se ve llegar a un presagio:
ojos llenos de inviernos que nunca terminaron, una risa aprendida a fuerza de grietas. Tenía en la piel la memoria de la guerra, y en el alma,
una oscuridad tan antigua
que ni los dioses recordaban su nombre.
Alguien la amó,
—oh sí, alguien la amó—
como se ama lo que se espera redimir,
como si el calor de unos brazos
pudiera desterrar siglos de sombra.
Como si el amor fuera lámpara,
y no chispa fugaz en la tormenta.
Pero ella…ella no quería salvarse.
Bebía de su pena con la devoción de una santa rota, se abrazaba al dolor como si fuera hogar, como si soltarlo fuera traicionar la única parte de sí que conocía.
Átropos lo supo en silencio.
Mientras sus hermanas hilaban esperanza, ella afilaba el fin.
Porque no todos los hilos están hechos para entrelazarse, no todos los nombres deben pronunciarse dos veces.
Y mientras el amor de otro moría lentamente frente a la indiferencia luminosa de la herida, Átropos bajó los ojos. No por piedad.
Sino por respeto.
Porque hay quienes eligen su oscuridad
con tanta firmeza, que ni el amor —ese necio eterno—puede arrebatársela.


