La nieve caía en silencio y el caballero avanzaba con pasos tambaleantes, dejando un rastro de sangre fresca que se ocultaba bajo el blanco recién caído. Se detuvo al llegar a un viejo árbol ennegrecido, apoyando el hombro contra su corteza rugosa. El cuero de su armadura estaba desgarrado en varios puntos; uno de los cortes en el torso parecía más quemadura que herida. Aún humeaba débilmente, como si la magia oscura que lo alcanzó no hubiera terminado su obra.
El brazo izquierdo colgaba inmóvil a su costado, la articulación del hombro inflamada, marcada por el impacto de un golpe que le partió el escudo y lo lanzó contra un muro de piedra. Apenas podía respirar sin sentir que algo dentro se rompía un poco más.
Con sus dedos temblorosos trataba de aflojar el vendaje en su abdomen. Lo había apretado con urgencia para no desangrarse, pero sabía que no duraría mucho más si no encontraba ayuda. Su vista se nublaba de vez en cuando, debido a la memoria que lo perseguía a cada paso. “¡Señor Rian!”. La voz del niño. Aguda, temblorosa. Llena de vida. Y de miedo. Fue lo último que escuchó. Rian cerró los ojos, pero el rostro del niño aparecía cada vez que parpadeaba. Sus rizos oscuros y la pequeña bufanda roja que su madre le había anudado esa mañana. Estaba a su lado. Se suponía que lo estaba protegiendo. Pero el Vestigio, ese ser que no hablaba, que no respiraba, que avanzaba como un castigo enviado por algo antiguo. Lo había arrastrado entre las sombras. Lo había arrebatado en un parpadeo. Y él no pudo hacer nada. Cayo al suelo, su rodilla izquierda, maltrecha, apenas aguantaba el peso de su cuerpo. Se sostuvo en la nieve, clavando los dedos entre los copos manchados con sangre y pequeñas huellas aún marcadas junto a las suyas. El castaño se obligó a levantarse, no podía quedarse ahí.
El brazo izquierdo colgaba inmóvil a su costado, la articulación del hombro inflamada, marcada por el impacto de un golpe que le partió el escudo y lo lanzó contra un muro de piedra. Apenas podía respirar sin sentir que algo dentro se rompía un poco más.
Con sus dedos temblorosos trataba de aflojar el vendaje en su abdomen. Lo había apretado con urgencia para no desangrarse, pero sabía que no duraría mucho más si no encontraba ayuda. Su vista se nublaba de vez en cuando, debido a la memoria que lo perseguía a cada paso. “¡Señor Rian!”. La voz del niño. Aguda, temblorosa. Llena de vida. Y de miedo. Fue lo último que escuchó. Rian cerró los ojos, pero el rostro del niño aparecía cada vez que parpadeaba. Sus rizos oscuros y la pequeña bufanda roja que su madre le había anudado esa mañana. Estaba a su lado. Se suponía que lo estaba protegiendo. Pero el Vestigio, ese ser que no hablaba, que no respiraba, que avanzaba como un castigo enviado por algo antiguo. Lo había arrastrado entre las sombras. Lo había arrebatado en un parpadeo. Y él no pudo hacer nada. Cayo al suelo, su rodilla izquierda, maltrecha, apenas aguantaba el peso de su cuerpo. Se sostuvo en la nieve, clavando los dedos entre los copos manchados con sangre y pequeñas huellas aún marcadas junto a las suyas. El castaño se obligó a levantarse, no podía quedarse ahí.
La nieve caía en silencio y el caballero avanzaba con pasos tambaleantes, dejando un rastro de sangre fresca que se ocultaba bajo el blanco recién caído. Se detuvo al llegar a un viejo árbol ennegrecido, apoyando el hombro contra su corteza rugosa. El cuero de su armadura estaba desgarrado en varios puntos; uno de los cortes en el torso parecía más quemadura que herida. Aún humeaba débilmente, como si la magia oscura que lo alcanzó no hubiera terminado su obra.
El brazo izquierdo colgaba inmóvil a su costado, la articulación del hombro inflamada, marcada por el impacto de un golpe que le partió el escudo y lo lanzó contra un muro de piedra. Apenas podía respirar sin sentir que algo dentro se rompía un poco más.
Con sus dedos temblorosos trataba de aflojar el vendaje en su abdomen. Lo había apretado con urgencia para no desangrarse, pero sabía que no duraría mucho más si no encontraba ayuda. Su vista se nublaba de vez en cuando, debido a la memoria que lo perseguía a cada paso. “¡Señor Rian!”. La voz del niño. Aguda, temblorosa. Llena de vida. Y de miedo. Fue lo último que escuchó. Rian cerró los ojos, pero el rostro del niño aparecía cada vez que parpadeaba. Sus rizos oscuros y la pequeña bufanda roja que su madre le había anudado esa mañana. Estaba a su lado. Se suponía que lo estaba protegiendo. Pero el Vestigio, ese ser que no hablaba, que no respiraba, que avanzaba como un castigo enviado por algo antiguo. Lo había arrastrado entre las sombras. Lo había arrebatado en un parpadeo. Y él no pudo hacer nada. Cayo al suelo, su rodilla izquierda, maltrecha, apenas aguantaba el peso de su cuerpo. Se sostuvo en la nieve, clavando los dedos entre los copos manchados con sangre y pequeñas huellas aún marcadas junto a las suyas. El castaño se obligó a levantarse, no podía quedarse ahí.

