Lo miró sabiendo que estaba perdido.
No porque fuera débil.
No porque no valiera la pena.
Sino porque su alma ya estaba sentenciada por su propio puño.
Alguien que se ahoga sin mover los brazos,
que prefiere el fondo antes que flotar.
Ella creyó—no, sintió—que podía sacarlo de ahí.
Que con sus manos temblorosas podía recoger sus pedazos.
Que con amor bastaba.
Pero el amor no cura cuando el otro se niega a sangrar por dentro.
Y cada intento la deshilaba.
Cada promesa rota, cada mentira vestida de ternura, le robaba un poco de luz.
Él se hundía, y ella… se volvió sombra para acompañarlo.
Porque el amor, cuando no es correspondido en voluntad,
no es un puente, sino una cuerda.
Una que ata.
Una que quema.
Él no quería salvación.
Ella sí quería salvarlo.
Y en ese abismo de intenciones contrarias,
se perdió todo.
Hasta el nombre.
Hasta la voz.
Hasta ella.
Porque no todos los hilos se cortan.
Algunos se consumen
lentamente
hasta arder.
Y en ese humo,
ya no queda nadie.
Solo un eco que repite:
“Yo también quería salvarte.”
Pero ya era tarde.
Siempre lo fue.
No porque fuera débil.
No porque no valiera la pena.
Sino porque su alma ya estaba sentenciada por su propio puño.
Alguien que se ahoga sin mover los brazos,
que prefiere el fondo antes que flotar.
Ella creyó—no, sintió—que podía sacarlo de ahí.
Que con sus manos temblorosas podía recoger sus pedazos.
Que con amor bastaba.
Pero el amor no cura cuando el otro se niega a sangrar por dentro.
Y cada intento la deshilaba.
Cada promesa rota, cada mentira vestida de ternura, le robaba un poco de luz.
Él se hundía, y ella… se volvió sombra para acompañarlo.
Porque el amor, cuando no es correspondido en voluntad,
no es un puente, sino una cuerda.
Una que ata.
Una que quema.
Él no quería salvación.
Ella sí quería salvarlo.
Y en ese abismo de intenciones contrarias,
se perdió todo.
Hasta el nombre.
Hasta la voz.
Hasta ella.
Porque no todos los hilos se cortan.
Algunos se consumen
lentamente
hasta arder.
Y en ese humo,
ya no queda nadie.
Solo un eco que repite:
“Yo también quería salvarte.”
Pero ya era tarde.
Siempre lo fue.
Lo miró sabiendo que estaba perdido.
No porque fuera débil.
No porque no valiera la pena.
Sino porque su alma ya estaba sentenciada por su propio puño.
Alguien que se ahoga sin mover los brazos,
que prefiere el fondo antes que flotar.
Ella creyó—no, sintió—que podía sacarlo de ahí.
Que con sus manos temblorosas podía recoger sus pedazos.
Que con amor bastaba.
Pero el amor no cura cuando el otro se niega a sangrar por dentro.
Y cada intento la deshilaba.
Cada promesa rota, cada mentira vestida de ternura, le robaba un poco de luz.
Él se hundía, y ella… se volvió sombra para acompañarlo.
Porque el amor, cuando no es correspondido en voluntad,
no es un puente, sino una cuerda.
Una que ata.
Una que quema.
Él no quería salvación.
Ella sí quería salvarlo.
Y en ese abismo de intenciones contrarias,
se perdió todo.
Hasta el nombre.
Hasta la voz.
Hasta ella.
Porque no todos los hilos se cortan.
Algunos se consumen
lentamente
hasta arder.
Y en ese humo,
ya no queda nadie.
Solo un eco que repite:
“Yo también quería salvarte.”
Pero ya era tarde.
Siempre lo fue.

