Ella los observa desde la quietud de su rincón eterno.
Atropos, la del hilo final, la que no pregunta, la que no tiembla.
Y sin embargo, hay algo en los humanos que la hace detenerse.
No por compasión, sino por una tristeza antigua que reconoce en sus ojos vacíos.
Los ve rendirse sin gritos.
Los ve abandonarse en camas que se convierten en trincheras, cubiertos con mantas como si el mundo no pudiera atravesarlas.
Y sin embargo, el mundo siempre entra.
Con su ruido, con sus exigencias, con su indiferencia.
No desean morir, no del todo.
Pero tampoco saben cómo seguir viviendo.
Es una niebla lo que los envuelve, espesa, silenciosa, una que les arranca el sentido a todo, incluso a lo que antes los hacía reír.
No es desgano, no es debilidad.
Es un agotamiento sin nombre.
Uno que no se cura durmiendo ni huyendo.
Es vivir sin querer. Existir como una tarea sin fin.
A veces piensan en dejarlo todo:
la carrera que los consume,
la casa que ya no es hogar,
los cuerpos que sienten ajenos,
las palabras que se volvieron vacías.
La vida, incluso, les pesa más de lo que pueden cargar.
Atropos no los juzga.
Nunca lo ha hecho.
Los observa, hilo en mano, esperando.
Porque algunos, aún en el borde, encuentran una chispa.
Una risa, una canción, un gesto.
Y vuelven. Vuelven aunque sea arrastrándose.
Pero otros se apagan sin ruido.
Ya no esperan, ya no piden, ya no sienten.
Y entonces ella actúa.
No por crueldad.
Sino por misericordia.
Corta con una suavidad antigua,
como quien cierra los ojos a un dolor demasiado largo.
Y los deja partir…
por fin, sin peso.
Atropos, la del hilo final, la que no pregunta, la que no tiembla.
Y sin embargo, hay algo en los humanos que la hace detenerse.
No por compasión, sino por una tristeza antigua que reconoce en sus ojos vacíos.
Los ve rendirse sin gritos.
Los ve abandonarse en camas que se convierten en trincheras, cubiertos con mantas como si el mundo no pudiera atravesarlas.
Y sin embargo, el mundo siempre entra.
Con su ruido, con sus exigencias, con su indiferencia.
No desean morir, no del todo.
Pero tampoco saben cómo seguir viviendo.
Es una niebla lo que los envuelve, espesa, silenciosa, una que les arranca el sentido a todo, incluso a lo que antes los hacía reír.
No es desgano, no es debilidad.
Es un agotamiento sin nombre.
Uno que no se cura durmiendo ni huyendo.
Es vivir sin querer. Existir como una tarea sin fin.
A veces piensan en dejarlo todo:
la carrera que los consume,
la casa que ya no es hogar,
los cuerpos que sienten ajenos,
las palabras que se volvieron vacías.
La vida, incluso, les pesa más de lo que pueden cargar.
Atropos no los juzga.
Nunca lo ha hecho.
Los observa, hilo en mano, esperando.
Porque algunos, aún en el borde, encuentran una chispa.
Una risa, una canción, un gesto.
Y vuelven. Vuelven aunque sea arrastrándose.
Pero otros se apagan sin ruido.
Ya no esperan, ya no piden, ya no sienten.
Y entonces ella actúa.
No por crueldad.
Sino por misericordia.
Corta con una suavidad antigua,
como quien cierra los ojos a un dolor demasiado largo.
Y los deja partir…
por fin, sin peso.
Ella los observa desde la quietud de su rincón eterno.
Atropos, la del hilo final, la que no pregunta, la que no tiembla.
Y sin embargo, hay algo en los humanos que la hace detenerse.
No por compasión, sino por una tristeza antigua que reconoce en sus ojos vacíos.
Los ve rendirse sin gritos.
Los ve abandonarse en camas que se convierten en trincheras, cubiertos con mantas como si el mundo no pudiera atravesarlas.
Y sin embargo, el mundo siempre entra.
Con su ruido, con sus exigencias, con su indiferencia.
No desean morir, no del todo.
Pero tampoco saben cómo seguir viviendo.
Es una niebla lo que los envuelve, espesa, silenciosa, una que les arranca el sentido a todo, incluso a lo que antes los hacía reír.
No es desgano, no es debilidad.
Es un agotamiento sin nombre.
Uno que no se cura durmiendo ni huyendo.
Es vivir sin querer. Existir como una tarea sin fin.
A veces piensan en dejarlo todo:
la carrera que los consume,
la casa que ya no es hogar,
los cuerpos que sienten ajenos,
las palabras que se volvieron vacías.
La vida, incluso, les pesa más de lo que pueden cargar.
Atropos no los juzga.
Nunca lo ha hecho.
Los observa, hilo en mano, esperando.
Porque algunos, aún en el borde, encuentran una chispa.
Una risa, una canción, un gesto.
Y vuelven. Vuelven aunque sea arrastrándose.
Pero otros se apagan sin ruido.
Ya no esperan, ya no piden, ya no sienten.
Y entonces ella actúa.
No por crueldad.
Sino por misericordia.
Corta con una suavidad antigua,
como quien cierra los ojos a un dolor demasiado largo.
Y los deja partir…
por fin, sin peso.

