Volvió a su azotea en silencio.
Allí donde el viento no canta,
donde los hilos cuelgan como constelaciones rotas, donde solo ella escucha el murmullo del destino.
Atropos, vieja como el primer suspiro del tiempo,se sentó entre sombras, cansada de cortar.

Esa noche no buscaba un hilo que tensar.
Solo miraba.

Y entonces la vio.

Una muchacha, de pie en una esquina del mundo, con los ojos encendidos por una esperanza que no la incluía.
Esperaba un mensaje que no llegaba, una voz que no la elegía, unos brazos que solo la buscaban cuando ya no quedaba nadie más.

Atropos entendió.

Ella no era la primera opción.
Ni para él, ni para nadie.
Era el salvavidas en medio del naufragio, la llamada de último recurso, el refugio cuando todo lo demás había fallado.

No la amaban por quién era,
sino por lo que calmaba.
No la elegían por deseo, sino por necesidad.
Y cuando pasaba la tormenta,
la dejaban atrás, con la dignidad rota y la sonrisa obligada.

La diosa de los finales supo, por primera vez, qué se siente ser lo secundario.
Ser la elección de emergencia.
El consuelo, no el fuego.

Y aunque sus manos estaban hechas para cortar, esa noche no pudo tocar las tijeras.
Porque vio en esa chica algo que ni los siglos habían enseñado:
el dolor de saberse útil, pero no amado.

Así se quedó Atropos, en su torre sin consuelo, mirando un hilo que no merecía ser cortado todavía, pero tampoco celebrado.
Y por primera vez en mucho tiempo,
sintió que el olvido es más cruel que la muerte.
Volvió a su azotea en silencio. Allí donde el viento no canta, donde los hilos cuelgan como constelaciones rotas, donde solo ella escucha el murmullo del destino. Atropos, vieja como el primer suspiro del tiempo,se sentó entre sombras, cansada de cortar. Esa noche no buscaba un hilo que tensar. Solo miraba. Y entonces la vio. Una muchacha, de pie en una esquina del mundo, con los ojos encendidos por una esperanza que no la incluía. Esperaba un mensaje que no llegaba, una voz que no la elegía, unos brazos que solo la buscaban cuando ya no quedaba nadie más. Atropos entendió. Ella no era la primera opción. Ni para él, ni para nadie. Era el salvavidas en medio del naufragio, la llamada de último recurso, el refugio cuando todo lo demás había fallado. No la amaban por quién era, sino por lo que calmaba. No la elegían por deseo, sino por necesidad. Y cuando pasaba la tormenta, la dejaban atrás, con la dignidad rota y la sonrisa obligada. La diosa de los finales supo, por primera vez, qué se siente ser lo secundario. Ser la elección de emergencia. El consuelo, no el fuego. Y aunque sus manos estaban hechas para cortar, esa noche no pudo tocar las tijeras. Porque vio en esa chica algo que ni los siglos habían enseñado: el dolor de saberse útil, pero no amado. Así se quedó Atropos, en su torre sin consuelo, mirando un hilo que no merecía ser cortado todavía, pero tampoco celebrado. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que el olvido es más cruel que la muerte.
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