Kaori observaba el mundo con una mezcla de hastío y burla apenas disimulada. Le resultaba casi cómico —casi trágico— ver cómo la humanidad se revolcaba en su propia mediocridad con una sonrisa en la cara. La falta de originalidad no era un defecto, no para ellos; era un estandarte. Imitaban, copiaban, repetían patrones sin cuestionar nada, y luego se justificaban con un patético: “Es que soy así”. Como si la estupidez fuera un rasgo de personalidad digno de orgullo.

Lo que más le irritaba no era que fueran vacíos. Era que fingieran no serlo. Se disfrazaban de interesantes, como niños usando la ropa de sus padres, creyendo que con eso bastaba para ser adultos. Se llenaban la boca con frases que no entendían, referencias que no les pertenecían, estilos que les quedaban grandes. Y cuando alguien les señalaba la falta de sustancia, se defendían con arrogancia, no con argumentos.

Para Kaori, era simple: no todos merecían llamarse individuos. Algunos eran solo sombras de otros, un eco mal construido de ideas robadas. No les molestaba no pensar, les molestaba que otros lo notaran. Porque, al final del día, era más fácil fingir que lo suyo era una elección que aceptar que no tenían ni imaginación ni inteligencia suficiente para crear algo propio.

Ella no tenía paciencia para adornos ni para excusas. Si ibas a ser parte del ruido, al menos que tu voz tuviera sentido. De lo contrario, que te callaras. Que te apartaras. Que dejaras de ocupar espacio en un mundo que, con suerte, aún podría salvarse si los huecos dejaran de fingir que están llenos.
Kaori observaba el mundo con una mezcla de hastío y burla apenas disimulada. Le resultaba casi cómico —casi trágico— ver cómo la humanidad se revolcaba en su propia mediocridad con una sonrisa en la cara. La falta de originalidad no era un defecto, no para ellos; era un estandarte. Imitaban, copiaban, repetían patrones sin cuestionar nada, y luego se justificaban con un patético: “Es que soy así”. Como si la estupidez fuera un rasgo de personalidad digno de orgullo. Lo que más le irritaba no era que fueran vacíos. Era que fingieran no serlo. Se disfrazaban de interesantes, como niños usando la ropa de sus padres, creyendo que con eso bastaba para ser adultos. Se llenaban la boca con frases que no entendían, referencias que no les pertenecían, estilos que les quedaban grandes. Y cuando alguien les señalaba la falta de sustancia, se defendían con arrogancia, no con argumentos. Para Kaori, era simple: no todos merecían llamarse individuos. Algunos eran solo sombras de otros, un eco mal construido de ideas robadas. No les molestaba no pensar, les molestaba que otros lo notaran. Porque, al final del día, era más fácil fingir que lo suyo era una elección que aceptar que no tenían ni imaginación ni inteligencia suficiente para crear algo propio. Ella no tenía paciencia para adornos ni para excusas. Si ibas a ser parte del ruido, al menos que tu voz tuviera sentido. De lo contrario, que te callaras. Que te apartaras. Que dejaras de ocupar espacio en un mundo que, con suerte, aún podría salvarse si los huecos dejaran de fingir que están llenos.
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