Convivencia forzada:

Capítulo 2:
Del miedo no se huye.
Incluso las flores tiemblan cuando el invierno acecha.
Earthrealm — Fangjiang.
(Autoconclusivo)


La casa, alguna vez su refugio, se había transformado en una jaula. Su hogar, donde las risas de los niños solían llenar las mañanas, donde el aroma a tinta y a hierbas se mezclaba con la voz cálida de sus enseñanzas, ahora era un espacio silenciado por la presencia del depredador.

Syzoth no permitía que los niños regresaran. **“No quiero ver mocosos en esta casa”,** había gruñido el primer día. Y así, los pequeños que tanto amaba Mei fueron desterrados de su rutina sin aviso ni explicación. Todo lo que antes le daba sentido a sus días había desaparecido.

La extrañeza se volvió dolor. El dolor, desesperación.

Y esa mañana, por primera vez, Syzoth no estaba en el mismo rincón acechando. El silencio era diferente. No pesado, sino vacío. No se oía su respiración, ni el roce sutil de sus garras contra la madera.

¿Se había ido?

Mei contuvo el aliento. No había forma de saberlo, pero el impulso fue más fuerte que el miedo. Se cubrió con una capa sencilla, ajustó el velo que ocultaba parte de su rostro y salió, pisando apenas, como si el suelo pudiera traicionarla.

El aire frío le acarició el rostro. El camino hasta el sendero del pueblo no era largo, solo un trecho más allá del jardín. Allí, tal vez, podría pedir ayuda… o simplemente ver a los niños. Tal vez distraerse. Tal vez respirar.

Pero su inquilino no dormía. No descansaba.
Y cazadores como él no necesitan ver para saber.

No había avanzado más que unos pasos cuando un susurro reptante cortó el viento. Un zumbido. Un desplazamiento en la maleza. Y luego, en un parpadeo, fue atrapada.

Una mano férrea como piedra la sujetó del brazo y, con un tirón violento, la hizo girar de golpe.

—¿A dónde ibas? —la voz de Syzoth era una daga envuelta en humo.

Mei tembló. Intentó dar un paso atrás, pero él no se lo permitió. La arrastró de vuelta a la casa, sin decir más, como quien arrastra un objeto extraviado, no una persona. Ella forcejeaba, pero él ni se inmutaba. No era crueldad desmedida… era naturaleza. Él no entendía el dolor que causaba. Ni le importaba.

Una vez dentro, la empujó contra la pared con tal fuerza que las tablas crujieron.

—Responde. ¿Por qué escapabas?

—Yo… yo solo quería ir al pueblo…

—¿Para qué? ¿Para traer a alguien? ¿Delatarme?

—¡No! ¡No era eso!

Su incredulidad era venenosa. No buscaba explicaciones, buscaba control. Mei no supo qué decir. El miedo la ahogaba.

Syzoth apretó sus hombros, y ella reprimió un grito. La pared le raspaba la espalda. No tenía salida.

—No sabes con quién estás jugando —dijo, los ojos brillando de forma inhumana.

Y entonces, ella se quebró.

—¡Yo no quiero jugar contigo! —gimió, con las lágrimas descendiendo por sus mejillas pálidas—. Extraño mi vida… ¡Mi casa era tranquila antes de ti! Extraño enseñar a los niños, verlos aprender, sus risas, sus dibujos, sus preguntas inocentes… ¡Extraño no tener miedo!

Sus palabras se disolvieron en un hilo roto. Syzoth la observó. Inmóvil. Frío. Una furia contenida vibraba en sus ojos como el filo de una cuchilla. Pero entonces, sin soltarla aún, dijo:

—Syzoth.

—¿Qué…?

—Mi nombre. Syzoth. Para que sepas quién te está matando si vuelves a intentar huir.

Él mantuvo su mirada hacia ella, miraba sus expresiones y hasta su miedo en su mayor expresión, entonces, su rostro torcido en una mueca que era entre burla y amenaza. Se inclinó lentamente, y al oído le susurró:

—Acostúmbrate al miedo y a su nombre.

La soltó con un empujón seco y desapareció. Como una sombra que se funde en las paredes, se desvaneció usando su habilidad para volverse invisible.

Mei cayó al suelo, aún temblando. Se quedó ahí unos minutos, el rostro húmedo, las manos en el regazo. Sentía que todo en su interior se rompía y que nadie podía verla para recoger los pedazos.

Con dificultad, se incorporó y caminó hasta el estudio. Aquel rincón, donde antaño daba clases de escritura y cultivaba hierbas para infusiones, ahora era su dormitorio improvisado. Se sentó en el futón, abrazando una manta sin fuerzas.

Miró el techo. Lloró un poco más. Luego… nada. El cansancio le pesaba en los huesos. Horas después, Syzoth la encontró así. En posición fetal, los ojos hinchados, el ceño aún fruncido por el llanto incluso dormida.

La observó por largo rato sin decir nada.

No entendía su dolor, pero tampoco lo ignoraba entonces se fue a la habitación donde él dormía, o mas bien había reclamado como suya,  tomo una manta y volvió con esta en sus brazos, se la echó encima de forma brusca, casi torpe, como si el acto en sí lo incomodara. Y antes de irse, tomó una daga corta de su cinturón —no cualquier arma, sino una de caza ritual, de hoja negra y empuñadura con grabados zaterranos— tomó una hoja de ese escritorio y un lápiz, escribió algo en ella  y la clavó en la mesa atravesando la hoja completamente, en la nota rezaba:

"Alístate. Tus mocosos vendrán pronto."

La mañana siguiente, Mei despertó sintiendo algo diferente. El peso de la manta. El frío ausente. Y luego, vio la nota… y la daga.

Leyó.
Releyó.

No supo si era una amenaza, una burla… o algo más extraño aún: una disculpa. Una forma brutal de decir "te escuché", "no sé cómo manejar esto", o tal vez… "no quiero seguir siendo ese monstruo".
Y aunque su corazón aún dolía, aunque el miedo no se había ido… una leve sonrisa se asomó en sus labios.

No era la paz que soñaba. Pero tal vez, solo tal vez… la tormenta comenzaba a dar paso a algo distinto.
Convivencia forzada: Capítulo 2: Del miedo no se huye. Incluso las flores tiemblan cuando el invierno acecha. Earthrealm — Fangjiang. (Autoconclusivo) La casa, alguna vez su refugio, se había transformado en una jaula. Su hogar, donde las risas de los niños solían llenar las mañanas, donde el aroma a tinta y a hierbas se mezclaba con la voz cálida de sus enseñanzas, ahora era un espacio silenciado por la presencia del depredador. Syzoth no permitía que los niños regresaran. **“No quiero ver mocosos en esta casa”,** había gruñido el primer día. Y así, los pequeños que tanto amaba Mei fueron desterrados de su rutina sin aviso ni explicación. Todo lo que antes le daba sentido a sus días había desaparecido. La extrañeza se volvió dolor. El dolor, desesperación. Y esa mañana, por primera vez, Syzoth no estaba en el mismo rincón acechando. El silencio era diferente. No pesado, sino vacío. No se oía su respiración, ni el roce sutil de sus garras contra la madera. ¿Se había ido? Mei contuvo el aliento. No había forma de saberlo, pero el impulso fue más fuerte que el miedo. Se cubrió con una capa sencilla, ajustó el velo que ocultaba parte de su rostro y salió, pisando apenas, como si el suelo pudiera traicionarla. El aire frío le acarició el rostro. El camino hasta el sendero del pueblo no era largo, solo un trecho más allá del jardín. Allí, tal vez, podría pedir ayuda… o simplemente ver a los niños. Tal vez distraerse. Tal vez respirar. Pero su inquilino no dormía. No descansaba. Y cazadores como él no necesitan ver para saber. No había avanzado más que unos pasos cuando un susurro reptante cortó el viento. Un zumbido. Un desplazamiento en la maleza. Y luego, en un parpadeo, fue atrapada. Una mano férrea como piedra la sujetó del brazo y, con un tirón violento, la hizo girar de golpe. —¿A dónde ibas? —la voz de Syzoth era una daga envuelta en humo. Mei tembló. Intentó dar un paso atrás, pero él no se lo permitió. La arrastró de vuelta a la casa, sin decir más, como quien arrastra un objeto extraviado, no una persona. Ella forcejeaba, pero él ni se inmutaba. No era crueldad desmedida… era naturaleza. Él no entendía el dolor que causaba. Ni le importaba. Una vez dentro, la empujó contra la pared con tal fuerza que las tablas crujieron. —Responde. ¿Por qué escapabas? —Yo… yo solo quería ir al pueblo… —¿Para qué? ¿Para traer a alguien? ¿Delatarme? —¡No! ¡No era eso! Su incredulidad era venenosa. No buscaba explicaciones, buscaba control. Mei no supo qué decir. El miedo la ahogaba. Syzoth apretó sus hombros, y ella reprimió un grito. La pared le raspaba la espalda. No tenía salida. —No sabes con quién estás jugando —dijo, los ojos brillando de forma inhumana. Y entonces, ella se quebró. —¡Yo no quiero jugar contigo! —gimió, con las lágrimas descendiendo por sus mejillas pálidas—. Extraño mi vida… ¡Mi casa era tranquila antes de ti! Extraño enseñar a los niños, verlos aprender, sus risas, sus dibujos, sus preguntas inocentes… ¡Extraño no tener miedo! Sus palabras se disolvieron en un hilo roto. Syzoth la observó. Inmóvil. Frío. Una furia contenida vibraba en sus ojos como el filo de una cuchilla. Pero entonces, sin soltarla aún, dijo: —Syzoth. —¿Qué…? —Mi nombre. Syzoth. Para que sepas quién te está matando si vuelves a intentar huir. Él mantuvo su mirada hacia ella, miraba sus expresiones y hasta su miedo en su mayor expresión, entonces, su rostro torcido en una mueca que era entre burla y amenaza. Se inclinó lentamente, y al oído le susurró: —Acostúmbrate al miedo y a su nombre. La soltó con un empujón seco y desapareció. Como una sombra que se funde en las paredes, se desvaneció usando su habilidad para volverse invisible. Mei cayó al suelo, aún temblando. Se quedó ahí unos minutos, el rostro húmedo, las manos en el regazo. Sentía que todo en su interior se rompía y que nadie podía verla para recoger los pedazos. Con dificultad, se incorporó y caminó hasta el estudio. Aquel rincón, donde antaño daba clases de escritura y cultivaba hierbas para infusiones, ahora era su dormitorio improvisado. Se sentó en el futón, abrazando una manta sin fuerzas. Miró el techo. Lloró un poco más. Luego… nada. El cansancio le pesaba en los huesos. Horas después, Syzoth la encontró así. En posición fetal, los ojos hinchados, el ceño aún fruncido por el llanto incluso dormida. La observó por largo rato sin decir nada. No entendía su dolor, pero tampoco lo ignoraba entonces se fue a la habitación donde él dormía, o mas bien había reclamado como suya,  tomo una manta y volvió con esta en sus brazos, se la echó encima de forma brusca, casi torpe, como si el acto en sí lo incomodara. Y antes de irse, tomó una daga corta de su cinturón —no cualquier arma, sino una de caza ritual, de hoja negra y empuñadura con grabados zaterranos— tomó una hoja de ese escritorio y un lápiz, escribió algo en ella  y la clavó en la mesa atravesando la hoja completamente, en la nota rezaba: "Alístate. Tus mocosos vendrán pronto." La mañana siguiente, Mei despertó sintiendo algo diferente. El peso de la manta. El frío ausente. Y luego, vio la nota… y la daga. Leyó. Releyó. No supo si era una amenaza, una burla… o algo más extraño aún: una disculpa. Una forma brutal de decir "te escuché", "no sé cómo manejar esto", o tal vez… "no quiero seguir siendo ese monstruo". Y aunque su corazón aún dolía, aunque el miedo no se había ido… una leve sonrisa se asomó en sus labios. No era la paz que soñaba. Pero tal vez, solo tal vez… la tormenta comenzaba a dar paso a algo distinto.
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