**Departamento de John, 8:13 p.m. — Zona alta.


La ciudad zumbaba a lo lejos como una colmena. John, por una vez, no olía a cloro, ni a desinfectante, ni llevaba guantes de látex manchados. Llevaba una playera sin logotipos, pants limpios y —casi milagrosamente— una sonrisa real.

Gracias a Hammer, quien le había conseguido un sustituto “por esta vez, Corvac… te lo ganaste”, tenía una noche libre. Y no pensaba desperdiciarla.

Abrió la puerta del cuarto, donde su hija lo esperaba sentada en el suelo, rodeada de crayones y un castillo hecho con cajas de cereal.
—¡Papáaa! ¡Ya era hora! —dijo ella, de unos siete años, con coletas despeinadas y un vestido lleno de pintura.
—Me atraparon unos trolls de cloro y tuve que vencerlos en combate —respondió él, dejándose caer exageradamente de rodillas.
—¿Otra vez? ¡Deben estar obsesionados contigo!
—Es mi cabello. Les da envidia.

Ella se rió, con esa risa libre que él solo escuchaba en ese apartamento. Le ofreció una corona de cartón y John, el limpiador de escenas imposibles, el hombre de mirada fría y mente calculadora, se la puso sin dudar.
—Desde este momento —ella alzó una cuchara como cetro—, eres *Sir Papito el Valiente*, protector del Reino de los Lácteos.

John se arrodilló con solemnidad exagerada, conteniendo la carcajada.
—Acepto la misión, mi reina. Pero primero necesito…
—¡Pizza! —dijeron los dos al unísono, señalándose con el dedo como si fuese un duelo de vaqueros.

Mientras ella corría al sofá para poner su caricatura favorita, John se sirvió un refresco. Se permitió apoyarse contra el marco de la puerta y mirarla por un momento, sintiendo un tipo de paz que no encontraba en ningún otro lado.

Ella era el único rincón del mundo donde podía soltar la armadura.
Donde podía llamarse Anthony, y no John.
Donde no existían los lagos, ni las bolsas, ni los espejos salpicados.

Solo una pequeña con crayones… y un caballero protector con una corona de cartón.

—Papá, ven rápido… ¡ya va a empezar la guerra de robots mágicos!
—Voy, voy… pero si ganan los verdes, tú lavas los platos.
—¡Los verdes son los mejores, tú vas a lavar!

Y mientras discutían, bromeaban y se acurrucaban entre cojines, el mundo afuera seguía girando.

Pero esa noche, John no era una sombra.

Era un padre.
**Departamento de John, 8:13 p.m. — Zona alta. La ciudad zumbaba a lo lejos como una colmena. John, por una vez, no olía a cloro, ni a desinfectante, ni llevaba guantes de látex manchados. Llevaba una playera sin logotipos, pants limpios y —casi milagrosamente— una sonrisa real. Gracias a Hammer, quien le había conseguido un sustituto “por esta vez, Corvac… te lo ganaste”, tenía una noche libre. Y no pensaba desperdiciarla. Abrió la puerta del cuarto, donde su hija lo esperaba sentada en el suelo, rodeada de crayones y un castillo hecho con cajas de cereal. —¡Papáaa! ¡Ya era hora! —dijo ella, de unos siete años, con coletas despeinadas y un vestido lleno de pintura. —Me atraparon unos trolls de cloro y tuve que vencerlos en combate —respondió él, dejándose caer exageradamente de rodillas. —¿Otra vez? ¡Deben estar obsesionados contigo! —Es mi cabello. Les da envidia. Ella se rió, con esa risa libre que él solo escuchaba en ese apartamento. Le ofreció una corona de cartón y John, el limpiador de escenas imposibles, el hombre de mirada fría y mente calculadora, se la puso sin dudar. —Desde este momento —ella alzó una cuchara como cetro—, eres *Sir Papito el Valiente*, protector del Reino de los Lácteos. John se arrodilló con solemnidad exagerada, conteniendo la carcajada. —Acepto la misión, mi reina. Pero primero necesito… —¡Pizza! —dijeron los dos al unísono, señalándose con el dedo como si fuese un duelo de vaqueros. Mientras ella corría al sofá para poner su caricatura favorita, John se sirvió un refresco. Se permitió apoyarse contra el marco de la puerta y mirarla por un momento, sintiendo un tipo de paz que no encontraba en ningún otro lado. Ella era el único rincón del mundo donde podía soltar la armadura. Donde podía llamarse Anthony, y no John. Donde no existían los lagos, ni las bolsas, ni los espejos salpicados. Solo una pequeña con crayones… y un caballero protector con una corona de cartón. —Papá, ven rápido… ¡ya va a empezar la guerra de robots mágicos! —Voy, voy… pero si ganan los verdes, tú lavas los platos. —¡Los verdes son los mejores, tú vas a lavar! Y mientras discutían, bromeaban y se acurrucaban entre cojines, el mundo afuera seguía girando. Pero esa noche, John no era una sombra. Era un padre.
Me gusta
2
1 turno 0 maullidos
Patrocinados
Patrocinados