¿Alguna vez han sentido que el mundo les pide *apagarse?
La pregunta flota en el aire, susurrada entre el rumor de la ciudad, proyectada en las paredes de callejones y plazas mediante un hechizo de eco ilusorio. Las letras brillan en rosa neón y azul eléctrico antes de estallar en cientos de mariposas de luz.
Kai aparece de repente en medio de la plaza, no en un escenario, sino *entre la gente*: sus cuernos de coral irradian un suave resplandor, y el dije de su cola dibuja espirales doradas en el aire. No hay anuncios grandilocuentes ni discursos preparados. Solo él, con los puños ligeramente cerrados, como si sostuviera algo invisible.
A mí también.
Abre las manos. De ellas surge una ciudad en miniatura, hecha de luz: Aethelburg, pero *distinta*. En ella, figuras de todas las razas y formas se mueven sin miedo, se toman de las manos, comparten pan. Un niño tiefling ríe mientras trepa a los hombros de un guardia humano; dos mujeres orco y elfa tejen coronas de flores juntas. La ilusión es tan vívida que huele a canela y hierba fresca.
No es un sueño. Es lo que ya somos—solo que alguien se empeña en ocultarlo.
La proyección se desvanece cuando un grupo de encapuchados de la Orden irrumpe en la plaza, pero Kai no se inmuta. En cambio, *sonríe*. Con un chasquido de dedos, cada sombra bajo sus capas cobra vida: serpientes de luz se enroscan en sus tobillos, flores de fuego frío brotan donde pisan. No para dañarlos, sino para marcarlos.
Miren bien, Llama Pura. Sus tinieblas nos pertenecen ahora.
Se vuelve hacia la multitud, especialmente hacia los rostros jóvenes escondidos entre la gente. Les guiña un ojo mientras su voz se multiplica por los callejones, gracias a un encantamiento de eco robado a un altavoz de la Orden.
No necesitamos permiso para brillar. Hoy, mañana, siempre… la calle es nuestra galería.
Y entonces, como si fuera una conspiración, sucede: en ventanas y balcones, pequeños hologramas aparecen. Son gestos espontáneos—un corazón aquí, un puño levantado allá—creados por aprendices, artistas callejeros, cualquiera que haya guardado un hechizo en el bolsillo esperando este momento.
Kai no lo planeó. Pero ahora ríe, genuino, mientras extiende los brazos:
¡Ja! ¿Ven? Esto nunca fue sobre mí.
La luz colectiva ilumina su rostro cuando mira hacia la torre del Consejo, desafiante.
Es solo el principio.
La pregunta flota en el aire, susurrada entre el rumor de la ciudad, proyectada en las paredes de callejones y plazas mediante un hechizo de eco ilusorio. Las letras brillan en rosa neón y azul eléctrico antes de estallar en cientos de mariposas de luz.
Kai aparece de repente en medio de la plaza, no en un escenario, sino *entre la gente*: sus cuernos de coral irradian un suave resplandor, y el dije de su cola dibuja espirales doradas en el aire. No hay anuncios grandilocuentes ni discursos preparados. Solo él, con los puños ligeramente cerrados, como si sostuviera algo invisible.
A mí también.
Abre las manos. De ellas surge una ciudad en miniatura, hecha de luz: Aethelburg, pero *distinta*. En ella, figuras de todas las razas y formas se mueven sin miedo, se toman de las manos, comparten pan. Un niño tiefling ríe mientras trepa a los hombros de un guardia humano; dos mujeres orco y elfa tejen coronas de flores juntas. La ilusión es tan vívida que huele a canela y hierba fresca.
No es un sueño. Es lo que ya somos—solo que alguien se empeña en ocultarlo.
La proyección se desvanece cuando un grupo de encapuchados de la Orden irrumpe en la plaza, pero Kai no se inmuta. En cambio, *sonríe*. Con un chasquido de dedos, cada sombra bajo sus capas cobra vida: serpientes de luz se enroscan en sus tobillos, flores de fuego frío brotan donde pisan. No para dañarlos, sino para marcarlos.
Miren bien, Llama Pura. Sus tinieblas nos pertenecen ahora.
Se vuelve hacia la multitud, especialmente hacia los rostros jóvenes escondidos entre la gente. Les guiña un ojo mientras su voz se multiplica por los callejones, gracias a un encantamiento de eco robado a un altavoz de la Orden.
No necesitamos permiso para brillar. Hoy, mañana, siempre… la calle es nuestra galería.
Y entonces, como si fuera una conspiración, sucede: en ventanas y balcones, pequeños hologramas aparecen. Son gestos espontáneos—un corazón aquí, un puño levantado allá—creados por aprendices, artistas callejeros, cualquiera que haya guardado un hechizo en el bolsillo esperando este momento.
Kai no lo planeó. Pero ahora ríe, genuino, mientras extiende los brazos:
¡Ja! ¿Ven? Esto nunca fue sobre mí.
La luz colectiva ilumina su rostro cuando mira hacia la torre del Consejo, desafiante.
Es solo el principio.
¿Alguna vez han sentido que el mundo les pide *apagarse?
La pregunta flota en el aire, susurrada entre el rumor de la ciudad, proyectada en las paredes de callejones y plazas mediante un hechizo de eco ilusorio. Las letras brillan en rosa neón y azul eléctrico antes de estallar en cientos de mariposas de luz.
Kai aparece de repente en medio de la plaza, no en un escenario, sino *entre la gente*: sus cuernos de coral irradian un suave resplandor, y el dije de su cola dibuja espirales doradas en el aire. No hay anuncios grandilocuentes ni discursos preparados. Solo él, con los puños ligeramente cerrados, como si sostuviera algo invisible.
A mí también.
Abre las manos. De ellas surge una ciudad en miniatura, hecha de luz: Aethelburg, pero *distinta*. En ella, figuras de todas las razas y formas se mueven sin miedo, se toman de las manos, comparten pan. Un niño tiefling ríe mientras trepa a los hombros de un guardia humano; dos mujeres orco y elfa tejen coronas de flores juntas. La ilusión es tan vívida que huele a canela y hierba fresca.
No es un sueño. Es lo que ya somos—solo que alguien se empeña en ocultarlo.
La proyección se desvanece cuando un grupo de encapuchados de la Orden irrumpe en la plaza, pero Kai no se inmuta. En cambio, *sonríe*. Con un chasquido de dedos, cada sombra bajo sus capas cobra vida: serpientes de luz se enroscan en sus tobillos, flores de fuego frío brotan donde pisan. No para dañarlos, sino para marcarlos.
Miren bien, Llama Pura. Sus tinieblas nos pertenecen ahora.
Se vuelve hacia la multitud, especialmente hacia los rostros jóvenes escondidos entre la gente. Les guiña un ojo mientras su voz se multiplica por los callejones, gracias a un encantamiento de eco robado a un altavoz de la Orden.
No necesitamos permiso para brillar. Hoy, mañana, siempre… la calle es nuestra galería.
Y entonces, como si fuera una conspiración, sucede: en ventanas y balcones, pequeños hologramas aparecen. Son gestos espontáneos—un corazón aquí, un puño levantado allá—creados por aprendices, artistas callejeros, cualquiera que haya guardado un hechizo en el bolsillo esperando este momento.
Kai no lo planeó. Pero ahora ríe, genuino, mientras extiende los brazos:
¡Ja! ¿Ven? Esto nunca fue sobre mí.
La luz colectiva ilumina su rostro cuando mira hacia la torre del Consejo, desafiante.
Es solo el principio.
