El cielo apenas comenzaba a teñirse de un naranja pálido cuando Kaori abrió los ojos. No por gusto, sino porque el maldito reloj biológico insistía en que era hora de arrastrarse fuera de la cama. Se quedó acostada un minuto más, observando el techo con el ceño fruncido, como si le guardara rencor por existir.

—Otra vez este mundo de idiotas —murmuró, su voz ronca por el sueño.

Se sentó al borde del colchón y estiró los brazos, su camisón negro colgando de un hombro. Fuera, el canto de algún pájaro la hizo rodar los ojos.

A veces pensaba que la humanidad estaba condenada. No por guerras ni enfermedades. No. Por la estupidez. Por esa masa de gente que vive con el cerebro apagado, que se cree interesante porque vio un video viral o repite frases motivacionales como si fueran sabiduría antigua.

Mientras se vestía con su habitual conjunto negro y se ajustaba las botas gastadas, Kaori pensó en lo que le esperaba: más gente vacía, buscando tragos que los hicieran sentir profundos por cinco minutos. Algunos creían que ella, por servir copas en un bar de mala muerte, era igual de hueca. Pero al menos Kaori sabía quién era. Y eso, en su opinión, ya la ponía por encima del 90% de la población.

Salió a la calle sin desayunar, encendiendo un cigarro mientras el viento le revolvía el cabello oscuro.

—Vamos, mundo. A ver con qué estupidez me sorprendes hoy —masculló con desdén, mientras el sol comenzaba a escalar por el horizonte.
El cielo apenas comenzaba a teñirse de un naranja pálido cuando Kaori abrió los ojos. No por gusto, sino porque el maldito reloj biológico insistía en que era hora de arrastrarse fuera de la cama. Se quedó acostada un minuto más, observando el techo con el ceño fruncido, como si le guardara rencor por existir. —Otra vez este mundo de idiotas —murmuró, su voz ronca por el sueño. Se sentó al borde del colchón y estiró los brazos, su camisón negro colgando de un hombro. Fuera, el canto de algún pájaro la hizo rodar los ojos. A veces pensaba que la humanidad estaba condenada. No por guerras ni enfermedades. No. Por la estupidez. Por esa masa de gente que vive con el cerebro apagado, que se cree interesante porque vio un video viral o repite frases motivacionales como si fueran sabiduría antigua. Mientras se vestía con su habitual conjunto negro y se ajustaba las botas gastadas, Kaori pensó en lo que le esperaba: más gente vacía, buscando tragos que los hicieran sentir profundos por cinco minutos. Algunos creían que ella, por servir copas en un bar de mala muerte, era igual de hueca. Pero al menos Kaori sabía quién era. Y eso, en su opinión, ya la ponía por encima del 90% de la población. Salió a la calle sin desayunar, encendiendo un cigarro mientras el viento le revolvía el cabello oscuro. —Vamos, mundo. A ver con qué estupidez me sorprendes hoy —masculló con desdén, mientras el sol comenzaba a escalar por el horizonte.
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