Yace Atropos en su lecho de sombra, los hilos del día aún rozando la yema de sus dedos. El silencio no es un consuelo; es una sentencia. Como siempre. El mundo mortal pulsa allá afuera, enfermo de sus propios errores. Un niño que llora porque su madre no volvió. Una mujer que reza a un dios que no la escucha. Un anciano que esconde monedas bajo el colchón para no morir olvidado. Todos, pequeños, rotos, tratando de encontrar sentido al caos. Atropos no los odia. Sólo los juzga. Porque eso es lo que hace. Porque eso es lo que es.

Pero esta noche no es como las demás. En la memoria de su conciencia vibra aún el eco de una conversación. No con un humano, no con un dios exactamente… con un ser. Uno que vive entre susurros y polvo de sueño. Le advirtió, entre sonrisas burlonas, que si alguna vez se entregaba al descanso, si su cuerpo caía dormido, tal vez no despertaría siendo la misma. Tal vez su cuerpo perdería algo.

Y ahora, el cansancio la muerde. Una punzada lenta y pesada que baja por sus hombros, que enturbia su juicio por primera vez en siglos. Pero no cierra los ojos. No todavía. Se pregunta si eso es miedo. Si puede temer. Si aún es capaz de sentir algo más que la gravedad de su tarea.

Finalmente, con un suspiro que no concede ni al alivio ni al temor, los párpados caen como un telón. El juicio duerme. Y en ese umbral, justo antes de perderse, Atropos se permite algo peligroso: curiosidad.
Yace Atropos en su lecho de sombra, los hilos del día aún rozando la yema de sus dedos. El silencio no es un consuelo; es una sentencia. Como siempre. El mundo mortal pulsa allá afuera, enfermo de sus propios errores. Un niño que llora porque su madre no volvió. Una mujer que reza a un dios que no la escucha. Un anciano que esconde monedas bajo el colchón para no morir olvidado. Todos, pequeños, rotos, tratando de encontrar sentido al caos. Atropos no los odia. Sólo los juzga. Porque eso es lo que hace. Porque eso es lo que es. Pero esta noche no es como las demás. En la memoria de su conciencia vibra aún el eco de una conversación. No con un humano, no con un dios exactamente… con un ser. Uno que vive entre susurros y polvo de sueño. Le advirtió, entre sonrisas burlonas, que si alguna vez se entregaba al descanso, si su cuerpo caía dormido, tal vez no despertaría siendo la misma. Tal vez su cuerpo perdería algo. Y ahora, el cansancio la muerde. Una punzada lenta y pesada que baja por sus hombros, que enturbia su juicio por primera vez en siglos. Pero no cierra los ojos. No todavía. Se pregunta si eso es miedo. Si puede temer. Si aún es capaz de sentir algo más que la gravedad de su tarea. Finalmente, con un suspiro que no concede ni al alivio ni al temor, los párpados caen como un telón. El juicio duerme. Y en ese umbral, justo antes de perderse, Atropos se permite algo peligroso: curiosidad.
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