Morfeo, el dios del sueño, yacía exhausto en su trono de niebla en los jardines eternos de Hipnos. Durante siglos, su labor había sido delicada y constante: tejer los sueños de los mortales, construir paisajes oníricos con la paciencia de un artesano divino. Pero en los últimos días, o quizás siglos, pues el tiempo fluía de forma extraña en su reino, algo había cambiado.

—Estoy... agotado —susurró Morfeo, con las alas de sombra abatidas a su lado—. Ni un mortal en su peor insomnio consume tanto como un dios con sed de entretenerse. 

Los dioses habían comenzado a soñar.

Y no eran sueños cualquiera: eran pesadillas colosales, guerras celestiales dentro de sus propias mentes. 

Los sueños de los dioses eran realidades potenciales, semillas del caos que amenazaban con desbordar los límites de su dominio. Por cada batalla que imaginaban, Morfeo debía crear escenarios, emociones, y desenlaces que no destruyeran el equilibrio del reino onírico. 
Morfeo, el dios del sueño, yacía exhausto en su trono de niebla en los jardines eternos de Hipnos. Durante siglos, su labor había sido delicada y constante: tejer los sueños de los mortales, construir paisajes oníricos con la paciencia de un artesano divino. Pero en los últimos días, o quizás siglos, pues el tiempo fluía de forma extraña en su reino, algo había cambiado. —Estoy... agotado —susurró Morfeo, con las alas de sombra abatidas a su lado—. Ni un mortal en su peor insomnio consume tanto como un dios con sed de entretenerse.  Los dioses habían comenzado a soñar. Y no eran sueños cualquiera: eran pesadillas colosales, guerras celestiales dentro de sus propias mentes.  Los sueños de los dioses eran realidades potenciales, semillas del caos que amenazaban con desbordar los límites de su dominio. Por cada batalla que imaginaban, Morfeo debía crear escenarios, emociones, y desenlaces que no destruyeran el equilibrio del reino onírico. 
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