El sol de la tarde se derramaba como oro pálido sobre las aguas tranquilas del lago, reflejando una calma engañosa. A unos pasos de la orilla, una cabaña solitaria se erguía entre los árboles, con la puerta abierta de par en par como si sus entrañas pidieran auxilio. El zumbido de las moscas ya comenzaba a colarse entre los marcos de las ventanas, mezclándose con el olor metálico que impregnaba el aire.

John aparcó su camioneta a un costado del camino de tierra y se quedó un momento dentro, mirando la estructura. Ya conocía ese lugar. Demasiado bien. Sus dedos se cerraron con rabia contenida sobre el volante antes de suspirar y salir. Se puso la nueva camiseta negra que usó bajo la indumentaria, se calzó los pantalones anti salpicaduras negros que ya estaban manchados en los bordes de anteriores trabajos, y se ajustó las gafas de sol. El calor era denso, pero la mascarilla y los guantes no podían faltar. Profesionalismo, aunque la moral se estuviera pudriendo más que los cadáveres que solía encontrar.

La escena dentro era lo que esperaba: sangre seca adherida al piso de madera, rastros arrastrados hacia una habitación trasera, una lámpara tirada, una silla rota, y huellas como si alguien hubiera intentado escapar… o sido arrastrado de regreso. No era la primera vez que limpiaba esa cabaña. La vez anterior había sido más sencillo: una ejecución limpia, una bala en la cabeza, poco desorden. Pero esta vez parecía que alguien se había ensañado. O había querido dejar un mensaje.

Pasaron más de dos horas antes de que el interior pareciera presentable otra vez. La mayoría de los rastros eran imposibles de eliminar del todo, pero John conocía los químicos correctos, los métodos adecuados. Su cuerpo sudaba bajo la ropa protectora, y su paciencia se evaporaba con cada trapo que escurría en la cubeta.

Cuando todo estuvo terminado, salió al porche, se quitó las gafas y la mascarilla, y sacó de su mochila un viejo celular desechable. Lo encendió, marcó el número que le habían dejado en el sobre y esperó.

—*¿Sí?* —dijo una voz masculina del otro lado.

John no esperó cortesías.

—Ya limpié el desastre. Otra vez. —Hizo una pausa, mirando hacia el lago mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Pero quiero dejar algo claro: esta es la segunda vez que me mandan a esta maldita cabaña.

Silencio del otro lado.

—¿No pueden... no sé... variar un poco el escenario? —continuó John, frustrado—. A este paso voy a terminar con el plano de esta casa tatuado en la espalda. Me están haciendo trabajar como si fuera una maldita mucama con estómago de acero.

La voz intentó soltar una risa.

—*Es un lugar discreto.*

—Discreto mis ••••• —espetó John—. Lo conocen hasta los bichos. ¿La próxima vez qué? ¿Una fiesta de quince años con machetes? Piénsenlo mejor. O cobro doble.

No hubo respuesta, solo el clic del final de la llamada. John miró el celular por un segundo, luego lo apagó y lo arrojó de vuelta a su mochila. Se quedó allí, respirando hondo, con el olor del lago y el eco de sus pensamientos retumbando en su cabeza.

La cabaña seguía en silencio, pero a él ya no lo engañaba. Ese lugar tenía demasiadas historias. Y él estaba harto de limpiarlas.
El sol de la tarde se derramaba como oro pálido sobre las aguas tranquilas del lago, reflejando una calma engañosa. A unos pasos de la orilla, una cabaña solitaria se erguía entre los árboles, con la puerta abierta de par en par como si sus entrañas pidieran auxilio. El zumbido de las moscas ya comenzaba a colarse entre los marcos de las ventanas, mezclándose con el olor metálico que impregnaba el aire. John aparcó su camioneta a un costado del camino de tierra y se quedó un momento dentro, mirando la estructura. Ya conocía ese lugar. Demasiado bien. Sus dedos se cerraron con rabia contenida sobre el volante antes de suspirar y salir. Se puso la nueva camiseta negra que usó bajo la indumentaria, se calzó los pantalones anti salpicaduras negros que ya estaban manchados en los bordes de anteriores trabajos, y se ajustó las gafas de sol. El calor era denso, pero la mascarilla y los guantes no podían faltar. Profesionalismo, aunque la moral se estuviera pudriendo más que los cadáveres que solía encontrar. La escena dentro era lo que esperaba: sangre seca adherida al piso de madera, rastros arrastrados hacia una habitación trasera, una lámpara tirada, una silla rota, y huellas como si alguien hubiera intentado escapar… o sido arrastrado de regreso. No era la primera vez que limpiaba esa cabaña. La vez anterior había sido más sencillo: una ejecución limpia, una bala en la cabeza, poco desorden. Pero esta vez parecía que alguien se había ensañado. O había querido dejar un mensaje. Pasaron más de dos horas antes de que el interior pareciera presentable otra vez. La mayoría de los rastros eran imposibles de eliminar del todo, pero John conocía los químicos correctos, los métodos adecuados. Su cuerpo sudaba bajo la ropa protectora, y su paciencia se evaporaba con cada trapo que escurría en la cubeta. Cuando todo estuvo terminado, salió al porche, se quitó las gafas y la mascarilla, y sacó de su mochila un viejo celular desechable. Lo encendió, marcó el número que le habían dejado en el sobre y esperó. —*¿Sí?* —dijo una voz masculina del otro lado. John no esperó cortesías. —Ya limpié el desastre. Otra vez. —Hizo una pausa, mirando hacia el lago mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Pero quiero dejar algo claro: esta es la segunda vez que me mandan a esta maldita cabaña. Silencio del otro lado. —¿No pueden... no sé... variar un poco el escenario? —continuó John, frustrado—. A este paso voy a terminar con el plano de esta casa tatuado en la espalda. Me están haciendo trabajar como si fuera una maldita mucama con estómago de acero. La voz intentó soltar una risa. —*Es un lugar discreto.* —Discreto mis ••••• —espetó John—. Lo conocen hasta los bichos. ¿La próxima vez qué? ¿Una fiesta de quince años con machetes? Piénsenlo mejor. O cobro doble. No hubo respuesta, solo el clic del final de la llamada. John miró el celular por un segundo, luego lo apagó y lo arrojó de vuelta a su mochila. Se quedó allí, respirando hondo, con el olor del lago y el eco de sus pensamientos retumbando en su cabeza. La cabaña seguía en silencio, pero a él ya no lo engañaba. Ese lugar tenía demasiadas historias. Y él estaba harto de limpiarlas.
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