✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos.

Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder.

Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna?

Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos.

Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse.

Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
✎La soledad, para ellos, es una herida que nunca cierra. La arrastran como un peso invisible, como una sombra que se extiende incluso bajo el sol. Se les clava en el pecho en las noches sin nombre, en los días que repiten la misma rutina hasta el hastío. Gimen por compañía, por comprensión, por un amor que los complete. Y sin embargo, no saben estar solos porque tampoco saben estar con ellos mismos. Átropos lo observa desde su lugar entre los hilos del destino. Con sus dedos afilados, acaricia la fragilidad de esas vidas que se retuercen por miedo a su propia humanidad. La soledad que a ellos les carcome, a ella le parece hermosa. Porque en ese vacío, en ese temblor del alma desnuda, hay una verdad que ningún ruido logra esconder. Le fascina la ansiedad que los domina, esa sed insaciable de poder, de control, de afecto. Quieren ser vistos, amados, recordados… pero huyen de sus reflejos, de sus sombras, de lo que realmente son. Y Átropos, con su mirada antigua, intenta entenderlos. No con ternura, sino con una curiosidad distante, casi arqueológica. ¿Cómo es que una especie tan consciente de su final vive como si fuera eterna? Anhelan el amor como si fuera una cura, cuando ni siquiera se han perdonado. Se aferran a vínculos rotos, a promesas vacías, esperando que alguien les enseñe lo que se niegan a aprender: que no hay redención sin autoconocimiento, que no hay paz sin caída. Siguen tropezando con las mismas piedras, vistiéndolas de nombres nuevos. Y cada error los aleja más de sí mismos. Ella no los odia. No siente compasión ni desprecio. Solo observa, mientras giran en círculos, llamando destino a su miedo y libertad a su huida. No puede interferir. Solo cortar cuando el tiempo ha sido suficiente, cuando el hilo se ha tensado hasta romperse. Y entonces, lo hace. Sin gloria, sin pena. Porque cada final es también una pausa. Porque incluso en el abismo, hay silencio. Y en el silencio, quizá, algo parecido a la verdad.
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