John se dejó caer en el sofá con un suspiro que parecía arrancado del fondo de su alma. La sala estaba en penumbras, apenas iluminada por el rojo incandescente del cigarro que colgaba entre sus dedos. El humo se elevaba en espirales lentas, flotando en el aire espeso de silencios no dichos. Sus ojos, amarillos y cansados, miraban al techo sin realmente verlo.
El zumbido del refrigerador en la cocina era lo único que rompía el silencio. Y aun así, no era suficiente para distraerlo de lo que pesaba dentro. El trabajo. Ese maldito trabajo.
Nunca pensó que limpiar escenas del crimen se convertiría en su vida. Al principio fue necesidad, luego costumbre… ahora era una condena disfrazada de rutina. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero con el tiempo, las líneas se borraron, la sangre se volvió solo otra mancha que quitar, otro silencio que cargar.
Pensó en Hammer, el tipo que le dio la oportunidad. Sin él, seguiría durmiendo en un coche robado o peor. Le debía mucho, y lo sabía. Pero a veces… a veces sentía que en lugar de salvarlo, Hammer lo había empujado más hondo en este pantano de cuerpos, secretos y silencio.
Pero no podía rendirse.
Su mirada se desvió hacia la repisa donde descansaba una foto de su hija, sonriendo con brillo infantil y los ojos igual de amarillos que los suyos. Ella. Su faro en la tormenta. Su única razón. Cada bolsa que arrastraba, cada noche que volvía apestando a químicos y sangre seca… todo era por ella.
John dio una última calada, aplastó el cigarro en el cenicero lleno y cerró los ojos un segundo. Solo uno. Luego se levantó. Mañana habría otro trabajo, otro cuerpo, otro secreto que nadie debía saber.
Pero mientras ella siguiera esperándolo en casa, él no se permitiría caer.
El zumbido del refrigerador en la cocina era lo único que rompía el silencio. Y aun así, no era suficiente para distraerlo de lo que pesaba dentro. El trabajo. Ese maldito trabajo.
Nunca pensó que limpiar escenas del crimen se convertiría en su vida. Al principio fue necesidad, luego costumbre… ahora era una condena disfrazada de rutina. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero con el tiempo, las líneas se borraron, la sangre se volvió solo otra mancha que quitar, otro silencio que cargar.
Pensó en Hammer, el tipo que le dio la oportunidad. Sin él, seguiría durmiendo en un coche robado o peor. Le debía mucho, y lo sabía. Pero a veces… a veces sentía que en lugar de salvarlo, Hammer lo había empujado más hondo en este pantano de cuerpos, secretos y silencio.
Pero no podía rendirse.
Su mirada se desvió hacia la repisa donde descansaba una foto de su hija, sonriendo con brillo infantil y los ojos igual de amarillos que los suyos. Ella. Su faro en la tormenta. Su única razón. Cada bolsa que arrastraba, cada noche que volvía apestando a químicos y sangre seca… todo era por ella.
John dio una última calada, aplastó el cigarro en el cenicero lleno y cerró los ojos un segundo. Solo uno. Luego se levantó. Mañana habría otro trabajo, otro cuerpo, otro secreto que nadie debía saber.
Pero mientras ella siguiera esperándolo en casa, él no se permitiría caer.
John se dejó caer en el sofá con un suspiro que parecía arrancado del fondo de su alma. La sala estaba en penumbras, apenas iluminada por el rojo incandescente del cigarro que colgaba entre sus dedos. El humo se elevaba en espirales lentas, flotando en el aire espeso de silencios no dichos. Sus ojos, amarillos y cansados, miraban al techo sin realmente verlo.
El zumbido del refrigerador en la cocina era lo único que rompía el silencio. Y aun así, no era suficiente para distraerlo de lo que pesaba dentro. El trabajo. Ese maldito trabajo.
Nunca pensó que limpiar escenas del crimen se convertiría en su vida. Al principio fue necesidad, luego costumbre… ahora era una condena disfrazada de rutina. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pero con el tiempo, las líneas se borraron, la sangre se volvió solo otra mancha que quitar, otro silencio que cargar.
Pensó en Hammer, el tipo que le dio la oportunidad. Sin él, seguiría durmiendo en un coche robado o peor. Le debía mucho, y lo sabía. Pero a veces… a veces sentía que en lugar de salvarlo, Hammer lo había empujado más hondo en este pantano de cuerpos, secretos y silencio.
Pero no podía rendirse.
Su mirada se desvió hacia la repisa donde descansaba una foto de su hija, sonriendo con brillo infantil y los ojos igual de amarillos que los suyos. Ella. Su faro en la tormenta. Su única razón. Cada bolsa que arrastraba, cada noche que volvía apestando a químicos y sangre seca… todo era por ella.
John dio una última calada, aplastó el cigarro en el cenicero lleno y cerró los ojos un segundo. Solo uno. Luego se levantó. Mañana habría otro trabajo, otro cuerpo, otro secreto que nadie debía saber.
Pero mientras ella siguiera esperándolo en casa, él no se permitiría caer.

