John arrastraba la enorme bolsa amarilla por el suelo del almacén, el plástico crujía con cada paso. Dentro, los documentos manchados, una grabadora aún parpadeando en rojo, sobres con nombres falsos y carpetas que olían a secretos viejos. Era el tipo de carga que hablaba más que los cadáveres.

—Si recojo y me encargo también de estas tonterías… saben que es triple de precio —gruñó, lanzando la bolsa en la parte trasera de su camioneta oxidada.

Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie lo viera. Solo las sombras del callejón lo acompañaban, y el farol intermitente que parecía a punto de morir. Se frotó la nuca y dejó escapar una risa baja, más cansada que molesta.

La verdad, aunque se quejaba, le gustaba cuando los encargos venían con *extras*. Siempre significaban que alguien estaba desesperado, y la desesperación pagaba bien. Mejor aún si el cliente quería olvidar que esas pruebas alguna vez existieron.

Cerró la puerta de un golpe y encendió un cigarrillo.

—Ojalá todos fueran tan descuidados… —murmuró, mientras el humo se mezclaba con el aroma a cloro y sangre aún impregnado en su ropa.

Puso la camioneta en marcha. Esta noche, el peligro tenía precio. Y él ya sabía cuánto cobrar.
John arrastraba la enorme bolsa amarilla por el suelo del almacén, el plástico crujía con cada paso. Dentro, los documentos manchados, una grabadora aún parpadeando en rojo, sobres con nombres falsos y carpetas que olían a secretos viejos. Era el tipo de carga que hablaba más que los cadáveres. —Si recojo y me encargo también de estas tonterías… saben que es triple de precio —gruñó, lanzando la bolsa en la parte trasera de su camioneta oxidada. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie lo viera. Solo las sombras del callejón lo acompañaban, y el farol intermitente que parecía a punto de morir. Se frotó la nuca y dejó escapar una risa baja, más cansada que molesta. La verdad, aunque se quejaba, le gustaba cuando los encargos venían con *extras*. Siempre significaban que alguien estaba desesperado, y la desesperación pagaba bien. Mejor aún si el cliente quería olvidar que esas pruebas alguna vez existieron. Cerró la puerta de un golpe y encendió un cigarrillo. —Ojalá todos fueran tan descuidados… —murmuró, mientras el humo se mezclaba con el aroma a cloro y sangre aún impregnado en su ropa. Puso la camioneta en marcha. Esta noche, el peligro tenía precio. Y él ya sabía cuánto cobrar.
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