Atropos yacía en su cama, la penumbra arropándola como un susurro antiguo. Entre sus dedos pálidos, el hilo danzaba con la cadencia de un destino aún no sellado. Lo observaba, paciente, como si en su textura pudiera leerse el eco de vidas que ya no recordaban su nombre.
Recordó entonces una escena, una de tantas que contempló desde la altura muda de la azotea.
Una mujer.
Un rostro común, pero la obsesión la había transformado.
Moldeó su cuerpo como arcilla herida, esculpida con bisturíes y dietas,
con palabras que no eran suyas, con gestos robados de otras mujeres.
Todo por él.
Él, que la evitaba como se evita un mal augurio,
como se esquiva una grieta en el hielo.
Él, que jamás la vio.
Ella lo perseguía con los ojos, con la voz, con cada parte de sí que ya no le pertenecía.
Su sombra era una plegaria insistente,
una súplica que rozaba la locura.
Cada noche, cerraba los ojos convencida de que mañana él la amaría.
Y cada día, el vacío respondía en su lugar.
Atropos suspiró, los ojos cerrándose lentamente como un telón que cae tras la última escena.
El hilo vibró entre sus dedos, complacido.
—No era amor —murmuró, con una frialdad tan afilada como las tijeras que ya no usaba y sus ojos se cerraban lentamente—. Era desesperación disfrazada de deseo. Y ni así fue suficiente.
Recordó entonces una escena, una de tantas que contempló desde la altura muda de la azotea.
Una mujer.
Un rostro común, pero la obsesión la había transformado.
Moldeó su cuerpo como arcilla herida, esculpida con bisturíes y dietas,
con palabras que no eran suyas, con gestos robados de otras mujeres.
Todo por él.
Él, que la evitaba como se evita un mal augurio,
como se esquiva una grieta en el hielo.
Él, que jamás la vio.
Ella lo perseguía con los ojos, con la voz, con cada parte de sí que ya no le pertenecía.
Su sombra era una plegaria insistente,
una súplica que rozaba la locura.
Cada noche, cerraba los ojos convencida de que mañana él la amaría.
Y cada día, el vacío respondía en su lugar.
Atropos suspiró, los ojos cerrándose lentamente como un telón que cae tras la última escena.
El hilo vibró entre sus dedos, complacido.
—No era amor —murmuró, con una frialdad tan afilada como las tijeras que ya no usaba y sus ojos se cerraban lentamente—. Era desesperación disfrazada de deseo. Y ni así fue suficiente.
Atropos yacía en su cama, la penumbra arropándola como un susurro antiguo. Entre sus dedos pálidos, el hilo danzaba con la cadencia de un destino aún no sellado. Lo observaba, paciente, como si en su textura pudiera leerse el eco de vidas que ya no recordaban su nombre.
Recordó entonces una escena, una de tantas que contempló desde la altura muda de la azotea.
Una mujer.
Un rostro común, pero la obsesión la había transformado.
Moldeó su cuerpo como arcilla herida, esculpida con bisturíes y dietas,
con palabras que no eran suyas, con gestos robados de otras mujeres.
Todo por él.
Él, que la evitaba como se evita un mal augurio,
como se esquiva una grieta en el hielo.
Él, que jamás la vio.
Ella lo perseguía con los ojos, con la voz, con cada parte de sí que ya no le pertenecía.
Su sombra era una plegaria insistente,
una súplica que rozaba la locura.
Cada noche, cerraba los ojos convencida de que mañana él la amaría.
Y cada día, el vacío respondía en su lugar.
Atropos suspiró, los ojos cerrándose lentamente como un telón que cae tras la última escena.
El hilo vibró entre sus dedos, complacido.
—No era amor —murmuró, con una frialdad tan afilada como las tijeras que ya no usaba y sus ojos se cerraban lentamente—. Era desesperación disfrazada de deseo. Y ni así fue suficiente.


