Atropos observa, inmóvil, los hilos que se retuercen con desesperación en sus dedos huesudos. Uno de ellos —fino, tembloroso, terco— brilla con una luz tenue y terca.

Ella, la muchacha, se aferra como hiedra a un muro que no le da sombra ni abrigo. Ruega a un eco, canta para una estatua. Se disfraza de risas ajenas, talla gestos que no son suyos en su rostro solo para arrancarle una mueca, una mirada, una señal. Él… indiferente. Su hilo es recto, terso, sin nudos. No tiembla cuando ella llora. No vibra con su entrega.

Atropos suspira, con fastidio contenido. Hay tragedias pequeñas que no merecen la tinta del destino, y sin embargo se escriben solas una y otra vez. La llama no arde, pero consume.

Ella cambia, se desdibuja, borra partes de sí misma como si eso fuera a volverla visible para alguien que ha decidido no mirar. Qué necia es la esperanza cuando se vuelve obsesión. Qué cruel es el amor no correspondido cuando se viste de promesas que nadie hizo.

Y Atropos observa, con las tijeras todavía cerradas. Porque algunos hilos, aunque estén podridos, se niegan a romperse.
Atropos observa, inmóvil, los hilos que se retuercen con desesperación en sus dedos huesudos. Uno de ellos —fino, tembloroso, terco— brilla con una luz tenue y terca. Ella, la muchacha, se aferra como hiedra a un muro que no le da sombra ni abrigo. Ruega a un eco, canta para una estatua. Se disfraza de risas ajenas, talla gestos que no son suyos en su rostro solo para arrancarle una mueca, una mirada, una señal. Él… indiferente. Su hilo es recto, terso, sin nudos. No tiembla cuando ella llora. No vibra con su entrega. Atropos suspira, con fastidio contenido. Hay tragedias pequeñas que no merecen la tinta del destino, y sin embargo se escriben solas una y otra vez. La llama no arde, pero consume. Ella cambia, se desdibuja, borra partes de sí misma como si eso fuera a volverla visible para alguien que ha decidido no mirar. Qué necia es la esperanza cuando se vuelve obsesión. Qué cruel es el amor no correspondido cuando se viste de promesas que nadie hizo. Y Atropos observa, con las tijeras todavía cerradas. Porque algunos hilos, aunque estén podridos, se niegan a romperse.
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