Las Hespérides, guardianas del fruto eterno, lo observaron sin hablar. Sabían que los dioses no llegaban allí sin pagar un precio. Sabían también, con esa sabiduría, que solo tienen las hijas del Ocaso, que no venía por ambición, sino por algo más antiguo: una ausencia que latía como una costilla arrancada del alma.
Las hojas se abrían a su paso. Algunas eran espejos, otras eran susurros. Pero todas recordaban lo que él había olvidado.
—Venimos cuando el sueño no basta —dijo una voz entre los árboles
— Cuando lo que nos falta es más fuerte que lo que somos.—
Era Aegle, la dorada. Su cabello era crepúsculo líquido. Su mirada, juicio cubierto de ternura. Morfeo no la saludó como un igual. Solo bajó la cabeza.
—He perdido algo que no debo seguir ignorando.— Dijo Morfeo.
Ella inclinó el rostro.
—¿Y si fue arrancado por amor? — preguntó
—Entonces quiero recordar por amor también.— contestó Morfeo.
Las otras hermanas surgieron de la penumbra. Erytheia, que custodiaba el límite entre lo real y lo soñado. Hespere, que sabía los nombres verdaderos de las cosas. Aretusa, que escuchaba los ecos del primer amanecer.
Cada una colocó una mano sobre su pecho. No para bendecirlo, sino para abrirlo.
—Lo que buscas es un fragmento de ti que olvidaste voluntariamente. Y lo escondiste aquí —dijo Erytheia.
Y allí, en el corazón del jardín, había un árbol distinto. No dorado. No glorioso. Era gris, de corteza agrietada y savia azul oscuro. En su única rama colgaba un pequeño fruto: una esfera pálida que no brillaba, pero que susurraba.
Morfeo lo miró… y sintió vértigo.
Era un recuerdo. Un fragmento de su ser. De un amor perdido, de un error antiguo, de una promesa quebrada.
—Si lo tomas —advirtió Aretusa— volverás a sentir lo que te hizo sellarlo. No será visión. Será herida.
Morfeo cerró los ojos. Y por un momento, en la vasta eternidad de su esencia, fue solo un hombre cansado de no saber.
Y lo tomó.
La visión lo partió.
Un rostro olvidado. Un grito ahogado. Un juramento hecho a alguien que ya no estaba. Una guerra en los sueños que casi lo destruyó. Y ella. Ella… Sellando el recuerdo con lágrimas que no dejó que nadie viera.
Cayó de rodillas. Las Hespérides no hablaron. Solo el viento.
Y entonces, el fruto se disolvió en su palma. Y con él, una parte de sí volvió. Dolorosa. Íntima. Verdadera.
Morfeo se alzó lentamente, con los ojos distintos. Más oscuros, más hondos. Pero completos.
—Gracias —dijo, con voz rasgada por lo humano. Y se retiró del lugar.
Las hojas se abrían a su paso. Algunas eran espejos, otras eran susurros. Pero todas recordaban lo que él había olvidado.
—Venimos cuando el sueño no basta —dijo una voz entre los árboles
— Cuando lo que nos falta es más fuerte que lo que somos.—
Era Aegle, la dorada. Su cabello era crepúsculo líquido. Su mirada, juicio cubierto de ternura. Morfeo no la saludó como un igual. Solo bajó la cabeza.
—He perdido algo que no debo seguir ignorando.— Dijo Morfeo.
Ella inclinó el rostro.
—¿Y si fue arrancado por amor? — preguntó
—Entonces quiero recordar por amor también.— contestó Morfeo.
Las otras hermanas surgieron de la penumbra. Erytheia, que custodiaba el límite entre lo real y lo soñado. Hespere, que sabía los nombres verdaderos de las cosas. Aretusa, que escuchaba los ecos del primer amanecer.
Cada una colocó una mano sobre su pecho. No para bendecirlo, sino para abrirlo.
—Lo que buscas es un fragmento de ti que olvidaste voluntariamente. Y lo escondiste aquí —dijo Erytheia.
Y allí, en el corazón del jardín, había un árbol distinto. No dorado. No glorioso. Era gris, de corteza agrietada y savia azul oscuro. En su única rama colgaba un pequeño fruto: una esfera pálida que no brillaba, pero que susurraba.
Morfeo lo miró… y sintió vértigo.
Era un recuerdo. Un fragmento de su ser. De un amor perdido, de un error antiguo, de una promesa quebrada.
—Si lo tomas —advirtió Aretusa— volverás a sentir lo que te hizo sellarlo. No será visión. Será herida.
Morfeo cerró los ojos. Y por un momento, en la vasta eternidad de su esencia, fue solo un hombre cansado de no saber.
Y lo tomó.
La visión lo partió.
Un rostro olvidado. Un grito ahogado. Un juramento hecho a alguien que ya no estaba. Una guerra en los sueños que casi lo destruyó. Y ella. Ella… Sellando el recuerdo con lágrimas que no dejó que nadie viera.
Cayó de rodillas. Las Hespérides no hablaron. Solo el viento.
Y entonces, el fruto se disolvió en su palma. Y con él, una parte de sí volvió. Dolorosa. Íntima. Verdadera.
Morfeo se alzó lentamente, con los ojos distintos. Más oscuros, más hondos. Pero completos.
—Gracias —dijo, con voz rasgada por lo humano. Y se retiró del lugar.
Las Hespérides, guardianas del fruto eterno, lo observaron sin hablar. Sabían que los dioses no llegaban allí sin pagar un precio. Sabían también, con esa sabiduría, que solo tienen las hijas del Ocaso, que no venía por ambición, sino por algo más antiguo: una ausencia que latía como una costilla arrancada del alma.
Las hojas se abrían a su paso. Algunas eran espejos, otras eran susurros. Pero todas recordaban lo que él había olvidado.
—Venimos cuando el sueño no basta —dijo una voz entre los árboles
— Cuando lo que nos falta es más fuerte que lo que somos.—
Era Aegle, la dorada. Su cabello era crepúsculo líquido. Su mirada, juicio cubierto de ternura. Morfeo no la saludó como un igual. Solo bajó la cabeza.
—He perdido algo que no debo seguir ignorando.— Dijo Morfeo.
Ella inclinó el rostro.
—¿Y si fue arrancado por amor? — preguntó
—Entonces quiero recordar por amor también.— contestó Morfeo.
Las otras hermanas surgieron de la penumbra. Erytheia, que custodiaba el límite entre lo real y lo soñado. Hespere, que sabía los nombres verdaderos de las cosas. Aretusa, que escuchaba los ecos del primer amanecer.
Cada una colocó una mano sobre su pecho. No para bendecirlo, sino para abrirlo.
—Lo que buscas es un fragmento de ti que olvidaste voluntariamente. Y lo escondiste aquí —dijo Erytheia.
Y allí, en el corazón del jardín, había un árbol distinto. No dorado. No glorioso. Era gris, de corteza agrietada y savia azul oscuro. En su única rama colgaba un pequeño fruto: una esfera pálida que no brillaba, pero que susurraba.
Morfeo lo miró… y sintió vértigo.
Era un recuerdo. Un fragmento de su ser. De un amor perdido, de un error antiguo, de una promesa quebrada.
—Si lo tomas —advirtió Aretusa— volverás a sentir lo que te hizo sellarlo. No será visión. Será herida.
Morfeo cerró los ojos. Y por un momento, en la vasta eternidad de su esencia, fue solo un hombre cansado de no saber.
Y lo tomó.
La visión lo partió.
Un rostro olvidado. Un grito ahogado. Un juramento hecho a alguien que ya no estaba. Una guerra en los sueños que casi lo destruyó. Y ella. Ella… Sellando el recuerdo con lágrimas que no dejó que nadie viera.
Cayó de rodillas. Las Hespérides no hablaron. Solo el viento.
Y entonces, el fruto se disolvió en su palma. Y con él, una parte de sí volvió. Dolorosa. Íntima. Verdadera.
Morfeo se alzó lentamente, con los ojos distintos. Más oscuros, más hondos. Pero completos.
—Gracias —dijo, con voz rasgada por lo humano. Y se retiró del lugar.
