Allí estaba Islandia bajo sus pies, una vasta extensión de hielo, fuego y vida salvaje desplegándose como una promesa de libertad, de belleza indómita. El cielo despejado, teñido de un azul profundo, les daba la bienvenida, y el frío mordía la piel expuesta pero era lo de menos, porque el calor de su unión era más potente que cualquier ráfaga.
— ¿Lista? — preguntó Anthork, con esa sonrisa torcida que era mezcla de orgullo, deseo y emoción.
Y sin esperar respuesta, con ella aferrada a su brazo como si no existiera otro mundo fuera del suyo, saltaron.
El vacío los envolvió.
Durante esos primeros segundos de caída libre, lo único que existía era ella, su risa, su grito ahogado de adrenalina, el viento silbando entre ellos, el contacto de sus cuerpos flotando en esa danza salvaje. Anthork la mantenía cerca, la giraba en el aire, rozaba su mejilla con la suya en pleno vuelo, protegiéndola con su cuerpo aún en caída, como si ni siquiera el cielo pudiera tocarla sin su permiso.
— Te elegiría mil veces más, aún tuviera que saltar sin alas.
Dijo Anthork en el aire mirándola a los ojos. La inmensidad de Islandia se extendía abajo glaciares brillantes, campos de lava cubiertos de musgo, ríos plateados serpenteando entre montañas… era como aterrizar en otro mundo, uno que les pertenecía solo a ellos.
Al desplegar los paracaídas, el tirón los estabilizó y entonces descendieron más lentos, flotando como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. La vista era tan sobrecogedora que incluso Anthork, acostumbrado al instinto y la acción, se permitió un instante de pura contemplación, viendo el reflejo del sol sobre el hielo y la sonrisa en el rostro de su esposa iluminada por la emoción.
— Bienvenida a la primera parada de nuestra luna de miel, mi reina… Islandia nos espera — murmuró mientras descendían, aterrizando con suavidad en un campo abierto, a pocos minutos estaba el hotel.
La tomó en brazos apenas tocaron tierra, riendo con ella, girándola una vez más en el aire como si aún siguieran volando, antes de besarla con esa mezcla salvaje y dulce que sólo él sabía darle.
Anna Bloodmoon Wallace
— ¿Lista? — preguntó Anthork, con esa sonrisa torcida que era mezcla de orgullo, deseo y emoción.
Y sin esperar respuesta, con ella aferrada a su brazo como si no existiera otro mundo fuera del suyo, saltaron.
El vacío los envolvió.
Durante esos primeros segundos de caída libre, lo único que existía era ella, su risa, su grito ahogado de adrenalina, el viento silbando entre ellos, el contacto de sus cuerpos flotando en esa danza salvaje. Anthork la mantenía cerca, la giraba en el aire, rozaba su mejilla con la suya en pleno vuelo, protegiéndola con su cuerpo aún en caída, como si ni siquiera el cielo pudiera tocarla sin su permiso.
— Te elegiría mil veces más, aún tuviera que saltar sin alas.
Dijo Anthork en el aire mirándola a los ojos. La inmensidad de Islandia se extendía abajo glaciares brillantes, campos de lava cubiertos de musgo, ríos plateados serpenteando entre montañas… era como aterrizar en otro mundo, uno que les pertenecía solo a ellos.
Al desplegar los paracaídas, el tirón los estabilizó y entonces descendieron más lentos, flotando como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. La vista era tan sobrecogedora que incluso Anthork, acostumbrado al instinto y la acción, se permitió un instante de pura contemplación, viendo el reflejo del sol sobre el hielo y la sonrisa en el rostro de su esposa iluminada por la emoción.
— Bienvenida a la primera parada de nuestra luna de miel, mi reina… Islandia nos espera — murmuró mientras descendían, aterrizando con suavidad en un campo abierto, a pocos minutos estaba el hotel.
La tomó en brazos apenas tocaron tierra, riendo con ella, girándola una vez más en el aire como si aún siguieran volando, antes de besarla con esa mezcla salvaje y dulce que sólo él sabía darle.
Anna Bloodmoon Wallace
Allí estaba Islandia bajo sus pies, una vasta extensión de hielo, fuego y vida salvaje desplegándose como una promesa de libertad, de belleza indómita. El cielo despejado, teñido de un azul profundo, les daba la bienvenida, y el frío mordía la piel expuesta pero era lo de menos, porque el calor de su unión era más potente que cualquier ráfaga.
— ¿Lista? — preguntó Anthork, con esa sonrisa torcida que era mezcla de orgullo, deseo y emoción.
Y sin esperar respuesta, con ella aferrada a su brazo como si no existiera otro mundo fuera del suyo, saltaron.
El vacío los envolvió.
Durante esos primeros segundos de caída libre, lo único que existía era ella, su risa, su grito ahogado de adrenalina, el viento silbando entre ellos, el contacto de sus cuerpos flotando en esa danza salvaje. Anthork la mantenía cerca, la giraba en el aire, rozaba su mejilla con la suya en pleno vuelo, protegiéndola con su cuerpo aún en caída, como si ni siquiera el cielo pudiera tocarla sin su permiso.
— Te elegiría mil veces más, aún tuviera que saltar sin alas.
Dijo Anthork en el aire mirándola a los ojos. La inmensidad de Islandia se extendía abajo glaciares brillantes, campos de lava cubiertos de musgo, ríos plateados serpenteando entre montañas… era como aterrizar en otro mundo, uno que les pertenecía solo a ellos.
Al desplegar los paracaídas, el tirón los estabilizó y entonces descendieron más lentos, flotando como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. La vista era tan sobrecogedora que incluso Anthork, acostumbrado al instinto y la acción, se permitió un instante de pura contemplación, viendo el reflejo del sol sobre el hielo y la sonrisa en el rostro de su esposa iluminada por la emoción.
— Bienvenida a la primera parada de nuestra luna de miel, mi reina… Islandia nos espera — murmuró mientras descendían, aterrizando con suavidad en un campo abierto, a pocos minutos estaba el hotel.
La tomó en brazos apenas tocaron tierra, riendo con ella, girándola una vez más en el aire como si aún siguieran volando, antes de besarla con esa mezcla salvaje y dulce que sólo él sabía darle.
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