El aire olía a eternidad y a perfume viejo. Cada hoja era un espejo de los días pasados, y las flores murmuraban nombres olvidados. Allí, bajo el árbol dorado, las Hespérides lo esperaban: Aretusa, Egle y Hesperia.
—No vienes a soñar —dijo Egle, entre risas que sonaban como campanas huecas — Vienes a recordar. —
—Busco algo que dejé atrás —dijo Morfeo— Necesito ver lo que no puede soñarse.—
Aretusa se acercó. En sus manos tenía una manzana, no brillante, sino oscura como la noche antes de la creación.
—Esta no da sabiduría —advirtió—. Da memoria. Y las memorias olvidadas duelen más que las pesadillas...
—No vienes a soñar —dijo Egle, entre risas que sonaban como campanas huecas — Vienes a recordar. —
—Busco algo que dejé atrás —dijo Morfeo— Necesito ver lo que no puede soñarse.—
Aretusa se acercó. En sus manos tenía una manzana, no brillante, sino oscura como la noche antes de la creación.
—Esta no da sabiduría —advirtió—. Da memoria. Y las memorias olvidadas duelen más que las pesadillas...
El aire olía a eternidad y a perfume viejo. Cada hoja era un espejo de los días pasados, y las flores murmuraban nombres olvidados. Allí, bajo el árbol dorado, las Hespérides lo esperaban: Aretusa, Egle y Hesperia.
—No vienes a soñar —dijo Egle, entre risas que sonaban como campanas huecas — Vienes a recordar. —
—Busco algo que dejé atrás —dijo Morfeo— Necesito ver lo que no puede soñarse.—
Aretusa se acercó. En sus manos tenía una manzana, no brillante, sino oscura como la noche antes de la creación.
—Esta no da sabiduría —advirtió—. Da memoria. Y las memorias olvidadas duelen más que las pesadillas...
