No sé qué me dio exactamente a las dos y cuarenta y tres de la mañana. Tal vez fue el insomnio, tal vez el antojo, o tal vez simplemente el aburrimiento. Pero en cuanto pensé en el pudín de vainilla que guardaban en el comedor, supe que no había vuelta atrás.
Salí de la habitación sin hacer ruido, con la linterna de mi reloj iluminando apenas lo justo. Fui tocando las puertas de mis compañeros uno por uno, con una sonrisa imposible de ocultar.
—Despierten, dormilones. Operación Pudín está en marcha.
El primero en abrir fue Ryan, con el cabello hecho un desastre y cara de “si me matas, lo agradeceré”.
—¿Emma? ¿Qué demonios…?
—Pudín, Ryan. Dulce, frío, cremoso… Pudín. En el comedor. Ahora.
En menos de diez minutos éramos cinco, caminando en fila india por los pasillos como si fuéramos parte de una operación secreta del gobierno. Nadie hablaba fuerte. Nadie quería llamar la atención. Solo se escuchaban las risitas ahogadas y el crujido de las botas deslizándose por el suelo.
Cuando abrimos el refrigerador y vi los botes con la etiqueta “NO TOCAR – INVENTARIO”, sentí que se me iluminaba el alma.
—Vamos a ir al infierno —murmuró Mia, mirando alrededor nerviosa.
—Probablemente. Pero primero, vamos a ir al cielo —dije, metiendo la cuchara en el primero.
No habíamos terminado el segundo bote cuando la maldita luz se encendió de golpe. Y ahí estaba él: el capitán Holloway. De pie, en pijama, con los brazos cruzados y esa expresión que solo significa una cosa: muerte lenta y dolorosa.
—¿Disfrutando la cena? —preguntó, con una calma tan peligrosa que hasta el pudín se me congeló en la boca.
Tragué. Nadie dijo nada.
—Cinco minutos. Afuera. Uniforme completo. Los quiero empapados y corriendo antes de que se arrepientan de haber nacido.
3:28 a.m. — Bajo la lluvia
No sabía que podía llover así. Era como si el cielo nos castigara en sincronía con el capitán. Corrimos, saltamos, arrastramos cuerdas, cruzamos lodo, trepamos muros, y todo con el barro metido hasta en los dientes. Mis piernas ardían, mis pulmones gritaban, pero no podía dejar de reírme entre cada orden que nos ladraba.
—¿Vale la pena? —gritó Ryan mientras se sacudía el barro.
—Cada maldita cucharada —le grité de vuelta, empapada, temblando y feliz como una loca.
Terminamos el castigo a las cinco y media. Exhaustos, congelados, y con la promesa de no volver a hacerlo jamás. Al menos, no hasta que vuelva a haber pudín en el refrigerador.
Salí de la habitación sin hacer ruido, con la linterna de mi reloj iluminando apenas lo justo. Fui tocando las puertas de mis compañeros uno por uno, con una sonrisa imposible de ocultar.
—Despierten, dormilones. Operación Pudín está en marcha.
El primero en abrir fue Ryan, con el cabello hecho un desastre y cara de “si me matas, lo agradeceré”.
—¿Emma? ¿Qué demonios…?
—Pudín, Ryan. Dulce, frío, cremoso… Pudín. En el comedor. Ahora.
En menos de diez minutos éramos cinco, caminando en fila india por los pasillos como si fuéramos parte de una operación secreta del gobierno. Nadie hablaba fuerte. Nadie quería llamar la atención. Solo se escuchaban las risitas ahogadas y el crujido de las botas deslizándose por el suelo.
Cuando abrimos el refrigerador y vi los botes con la etiqueta “NO TOCAR – INVENTARIO”, sentí que se me iluminaba el alma.
—Vamos a ir al infierno —murmuró Mia, mirando alrededor nerviosa.
—Probablemente. Pero primero, vamos a ir al cielo —dije, metiendo la cuchara en el primero.
No habíamos terminado el segundo bote cuando la maldita luz se encendió de golpe. Y ahí estaba él: el capitán Holloway. De pie, en pijama, con los brazos cruzados y esa expresión que solo significa una cosa: muerte lenta y dolorosa.
—¿Disfrutando la cena? —preguntó, con una calma tan peligrosa que hasta el pudín se me congeló en la boca.
Tragué. Nadie dijo nada.
—Cinco minutos. Afuera. Uniforme completo. Los quiero empapados y corriendo antes de que se arrepientan de haber nacido.
3:28 a.m. — Bajo la lluvia
No sabía que podía llover así. Era como si el cielo nos castigara en sincronía con el capitán. Corrimos, saltamos, arrastramos cuerdas, cruzamos lodo, trepamos muros, y todo con el barro metido hasta en los dientes. Mis piernas ardían, mis pulmones gritaban, pero no podía dejar de reírme entre cada orden que nos ladraba.
—¿Vale la pena? —gritó Ryan mientras se sacudía el barro.
—Cada maldita cucharada —le grité de vuelta, empapada, temblando y feliz como una loca.
Terminamos el castigo a las cinco y media. Exhaustos, congelados, y con la promesa de no volver a hacerlo jamás. Al menos, no hasta que vuelva a haber pudín en el refrigerador.
No sé qué me dio exactamente a las dos y cuarenta y tres de la mañana. Tal vez fue el insomnio, tal vez el antojo, o tal vez simplemente el aburrimiento. Pero en cuanto pensé en el pudín de vainilla que guardaban en el comedor, supe que no había vuelta atrás.
Salí de la habitación sin hacer ruido, con la linterna de mi reloj iluminando apenas lo justo. Fui tocando las puertas de mis compañeros uno por uno, con una sonrisa imposible de ocultar.
—Despierten, dormilones. Operación Pudín está en marcha.
El primero en abrir fue Ryan, con el cabello hecho un desastre y cara de “si me matas, lo agradeceré”.
—¿Emma? ¿Qué demonios…?
—Pudín, Ryan. Dulce, frío, cremoso… Pudín. En el comedor. Ahora.
En menos de diez minutos éramos cinco, caminando en fila india por los pasillos como si fuéramos parte de una operación secreta del gobierno. Nadie hablaba fuerte. Nadie quería llamar la atención. Solo se escuchaban las risitas ahogadas y el crujido de las botas deslizándose por el suelo.
Cuando abrimos el refrigerador y vi los botes con la etiqueta “NO TOCAR – INVENTARIO”, sentí que se me iluminaba el alma.
—Vamos a ir al infierno —murmuró Mia, mirando alrededor nerviosa.
—Probablemente. Pero primero, vamos a ir al cielo —dije, metiendo la cuchara en el primero.
No habíamos terminado el segundo bote cuando la maldita luz se encendió de golpe. Y ahí estaba él: el capitán Holloway. De pie, en pijama, con los brazos cruzados y esa expresión que solo significa una cosa: muerte lenta y dolorosa.
—¿Disfrutando la cena? —preguntó, con una calma tan peligrosa que hasta el pudín se me congeló en la boca.
Tragué. Nadie dijo nada.
—Cinco minutos. Afuera. Uniforme completo. Los quiero empapados y corriendo antes de que se arrepientan de haber nacido.
3:28 a.m. — Bajo la lluvia
No sabía que podía llover así. Era como si el cielo nos castigara en sincronía con el capitán. Corrimos, saltamos, arrastramos cuerdas, cruzamos lodo, trepamos muros, y todo con el barro metido hasta en los dientes. Mis piernas ardían, mis pulmones gritaban, pero no podía dejar de reírme entre cada orden que nos ladraba.
—¿Vale la pena? —gritó Ryan mientras se sacudía el barro.
—Cada maldita cucharada —le grité de vuelta, empapada, temblando y feliz como una loca.
Terminamos el castigo a las cinco y media. Exhaustos, congelados, y con la promesa de no volver a hacerlo jamás. Al menos, no hasta que vuelva a haber pudín en el refrigerador.

