Atropos despertó sin sobresaltos, lo cual ya era, en sí, motivo de sospecha. La luz se colaba con descaro por entre las cortinas oscuras, dibujando líneas sobre su piel pálida. Parpadeó una vez. Dos. Y luego resopló, hundiendo el rostro en la almohada.
—No estoy muerta. Qué fastidio.
Su voz sonaba ronca, pero no áspera. Casi juguetona. Como si ese mínimo desliz entre la vida y la muerte —el sueño y la vigilia— le hubiera regalado unos segundos de gracia.
Se sentó con lentitud, dejando que las sábanas resbalaran hasta su cintura. Su cabello enmarañado caía por su espalda como un presagio no dicho. Miró hacia la ventana, entornando los ojos ante la claridad.
—Demasiada luz para tan poco caos.
Aun así, no frunció el ceño. No gruñó. Solo se levantó, descalza, y caminó hasta el ventanal. Lo abrió sin dramatismo. El aire fresco le acarició la piel como si el día intentara hacer las paces con ella.
Y por algún motivo que ni ella misma entendía del todo, dejó que lo hiciera.
—No estoy muerta. Qué fastidio.
Su voz sonaba ronca, pero no áspera. Casi juguetona. Como si ese mínimo desliz entre la vida y la muerte —el sueño y la vigilia— le hubiera regalado unos segundos de gracia.
Se sentó con lentitud, dejando que las sábanas resbalaran hasta su cintura. Su cabello enmarañado caía por su espalda como un presagio no dicho. Miró hacia la ventana, entornando los ojos ante la claridad.
—Demasiada luz para tan poco caos.
Aun así, no frunció el ceño. No gruñó. Solo se levantó, descalza, y caminó hasta el ventanal. Lo abrió sin dramatismo. El aire fresco le acarició la piel como si el día intentara hacer las paces con ella.
Y por algún motivo que ni ella misma entendía del todo, dejó que lo hiciera.
Atropos despertó sin sobresaltos, lo cual ya era, en sí, motivo de sospecha. La luz se colaba con descaro por entre las cortinas oscuras, dibujando líneas sobre su piel pálida. Parpadeó una vez. Dos. Y luego resopló, hundiendo el rostro en la almohada.
—No estoy muerta. Qué fastidio.
Su voz sonaba ronca, pero no áspera. Casi juguetona. Como si ese mínimo desliz entre la vida y la muerte —el sueño y la vigilia— le hubiera regalado unos segundos de gracia.
Se sentó con lentitud, dejando que las sábanas resbalaran hasta su cintura. Su cabello enmarañado caía por su espalda como un presagio no dicho. Miró hacia la ventana, entornando los ojos ante la claridad.
—Demasiada luz para tan poco caos.
Aun así, no frunció el ceño. No gruñó. Solo se levantó, descalza, y caminó hasta el ventanal. Lo abrió sin dramatismo. El aire fresco le acarició la piel como si el día intentara hacer las paces con ella.
Y por algún motivo que ni ella misma entendía del todo, dejó que lo hiciera.
