Se podía saber que la primavera se había impuesto al frío invierno, porque lo que antes eran helados copos habían sido sustituidos por la suave caricia de los pétalos de cerezo.
El sol se filtraba a través de sus hojas, haciendo sucumbir a la nieve que, estos meses atrás, los había mantenido prácticamente aislados del mundo.
Aquel día, Kazuo se había sentido con fuerzas para ponerse en pie, disfrutando del fresco aroma que le regalaba la montaña en cada brisa que chocaba como las olas del mar. Sentía sus músculos agarrotados y su cuerpo, cansado en extremo. Pero necesitaba salir de aquellas cuatro paredes que mantenían su alma cautiva, en una cárcel que le recordaba en todo momento que había estado a punto de ser testigo de su propia muerte.
La humedad de la tierra y la hierba, bañada por el rocío, se filtraban a través de sus desnudos pies. Siempre iba descalzo; era lo único que era incapaz de ocultar de su naturaleza. Al fin y al cabo, seguía siendo un zorro. Uno que, siempre que tuviera oportunidad, correría por la montaña hasta no tener aliento para continuar.
Inspiró, absorbiendo la esencia que lo rodeaba, conteniendo el aire para deleitarse con esta. Los matices que acompañaban aquel lugar le recordaban que estaba en casa, en el lugar donde debía estar. Contuvo el aliento, como si quisiera retener aquella sensación lo máximo posible. Finalmente, un trémulo suspiro salió de sus labios, derramándose como una cinta de seda sobre la piel.
Aunque las circunstancias de estar vivo no habían sido las idóneas, no podía más que agradecer estarlo. Estar allí, junto a su amada y su hogar. El zorro sabía que, cada vez, estaba siendo más egoísta; mirando más por sus intereses que por los ajenos, aquellos que no eran cercanos a él. Se estaba volviendo más humano de lo que nunca fue.
Kazuo pronto volvería a recuperar sus fuerzas, lo que desembocaría en una inevitable convicción de reparar aquello que había sido dañado.
El sol se filtraba a través de sus hojas, haciendo sucumbir a la nieve que, estos meses atrás, los había mantenido prácticamente aislados del mundo.
Aquel día, Kazuo se había sentido con fuerzas para ponerse en pie, disfrutando del fresco aroma que le regalaba la montaña en cada brisa que chocaba como las olas del mar. Sentía sus músculos agarrotados y su cuerpo, cansado en extremo. Pero necesitaba salir de aquellas cuatro paredes que mantenían su alma cautiva, en una cárcel que le recordaba en todo momento que había estado a punto de ser testigo de su propia muerte.
La humedad de la tierra y la hierba, bañada por el rocío, se filtraban a través de sus desnudos pies. Siempre iba descalzo; era lo único que era incapaz de ocultar de su naturaleza. Al fin y al cabo, seguía siendo un zorro. Uno que, siempre que tuviera oportunidad, correría por la montaña hasta no tener aliento para continuar.
Inspiró, absorbiendo la esencia que lo rodeaba, conteniendo el aire para deleitarse con esta. Los matices que acompañaban aquel lugar le recordaban que estaba en casa, en el lugar donde debía estar. Contuvo el aliento, como si quisiera retener aquella sensación lo máximo posible. Finalmente, un trémulo suspiro salió de sus labios, derramándose como una cinta de seda sobre la piel.
Aunque las circunstancias de estar vivo no habían sido las idóneas, no podía más que agradecer estarlo. Estar allí, junto a su amada y su hogar. El zorro sabía que, cada vez, estaba siendo más egoísta; mirando más por sus intereses que por los ajenos, aquellos que no eran cercanos a él. Se estaba volviendo más humano de lo que nunca fue.
Kazuo pronto volvería a recuperar sus fuerzas, lo que desembocaría en una inevitable convicción de reparar aquello que había sido dañado.
Se podía saber que la primavera se había impuesto al frío invierno, porque lo que antes eran helados copos habían sido sustituidos por la suave caricia de los pétalos de cerezo.
El sol se filtraba a través de sus hojas, haciendo sucumbir a la nieve que, estos meses atrás, los había mantenido prácticamente aislados del mundo.
Aquel día, Kazuo se había sentido con fuerzas para ponerse en pie, disfrutando del fresco aroma que le regalaba la montaña en cada brisa que chocaba como las olas del mar. Sentía sus músculos agarrotados y su cuerpo, cansado en extremo. Pero necesitaba salir de aquellas cuatro paredes que mantenían su alma cautiva, en una cárcel que le recordaba en todo momento que había estado a punto de ser testigo de su propia muerte.
La humedad de la tierra y la hierba, bañada por el rocío, se filtraban a través de sus desnudos pies. Siempre iba descalzo; era lo único que era incapaz de ocultar de su naturaleza. Al fin y al cabo, seguía siendo un zorro. Uno que, siempre que tuviera oportunidad, correría por la montaña hasta no tener aliento para continuar.
Inspiró, absorbiendo la esencia que lo rodeaba, conteniendo el aire para deleitarse con esta. Los matices que acompañaban aquel lugar le recordaban que estaba en casa, en el lugar donde debía estar. Contuvo el aliento, como si quisiera retener aquella sensación lo máximo posible. Finalmente, un trémulo suspiro salió de sus labios, derramándose como una cinta de seda sobre la piel.
Aunque las circunstancias de estar vivo no habían sido las idóneas, no podía más que agradecer estarlo. Estar allí, junto a su amada y su hogar. El zorro sabía que, cada vez, estaba siendo más egoísta; mirando más por sus intereses que por los ajenos, aquellos que no eran cercanos a él. Se estaba volviendo más humano de lo que nunca fue.
Kazuo pronto volvería a recuperar sus fuerzas, lo que desembocaría en una inevitable convicción de reparar aquello que había sido dañado.

