La niebla de Eunoë flotaba inmóvil, silenciosa, en el rincón más apagado del sueño. No sostenía a nadie ese amanecer. No podía. Su forma titilaba, entrecortada, como si la esencia misma de su existencia temblara.
Y en su interior, sin palabras dirigidas a nadie más que al eco del dolor, pensó:
"Quién hubiera dicho que si mi mamá conocía a un idiota más… su corazón se rompería así. Y su ilusión la haría sentir el verdadero dolor de amar."
No entendía aún del todo lo que era el amor. Pero lo había visto: en los suspiros dormidos de los mortales, en los suspiros ahogados de su madre.
"Sea quien seas, amado de Mamá… no sé si fuiste capaz de entender lo que ella te dio con su amistad, con sus regalos, con su amor desbordado. Quizás ella tampoco supo ver lo que todos veían."
La neblina vibró, apenas, como si algo dentro quisiera gritar.
"Que tú… eras el segundo en destruir su corazón otra vez."
El primero había sido un sueño. Uno dulce, falso. Una promesa no cumplida.
"Primero, una pesadilla en sueño rompió su ilusión. Y ahora… una pesadilla en vida la hizo pedazos de nuevo."
Eunoë descendió, imperceptiblemente, al rincón donde la esencia de su madre seguía escondida, oculta en la cueva más profunda del alma.
"Mi madre... es la alegría del mundo. Y nadie la sostuvo cuando se quebró."
Pero no era del todo cierto.
Allí, más allá de los velos del mundo onírico… él sí había ido.
Morfeo.
Con su pecho aún herido por la furia de Hypnos, su forma quebrada pero firme, había cruzado el umbral del sueño hacia la tierra. No como dios, sino como consuelo vivo.
Y en silencio, había llegado hasta Hebe.
No con promesas. No con juicios.
Sólo con brazos abiertos, con sombra protectora y la quietud de quien comprende lo invisible.
Y Hebe —la eterna doncella hecha mujer por elección y renuncia— se dejó sostener por primera vez.
Y entonces el sol amaneció.
No en el cielo, sino en los bordes de ese instante: la luz no era cálida, era serena; no ardía, acompañaba.
Morfeo no dijo nada. Hebe tampoco. Pero entre sus sombras y su temblor, ella respiró.
Ella, aún niebla, aún sin cuerpo, lo supo.
"Él la sostuvo. Esta vez... alguien sí la sostuvo."
Y por eso, aunque su forma temblaba… no se desvaneció.
Porque el consuelo, aunque aún no le tocaba darlo…
ese día, por fin, sí llegó.
Y en su interior, sin palabras dirigidas a nadie más que al eco del dolor, pensó:
"Quién hubiera dicho que si mi mamá conocía a un idiota más… su corazón se rompería así. Y su ilusión la haría sentir el verdadero dolor de amar."
No entendía aún del todo lo que era el amor. Pero lo había visto: en los suspiros dormidos de los mortales, en los suspiros ahogados de su madre.
"Sea quien seas, amado de Mamá… no sé si fuiste capaz de entender lo que ella te dio con su amistad, con sus regalos, con su amor desbordado. Quizás ella tampoco supo ver lo que todos veían."
La neblina vibró, apenas, como si algo dentro quisiera gritar.
"Que tú… eras el segundo en destruir su corazón otra vez."
El primero había sido un sueño. Uno dulce, falso. Una promesa no cumplida.
"Primero, una pesadilla en sueño rompió su ilusión. Y ahora… una pesadilla en vida la hizo pedazos de nuevo."
Eunoë descendió, imperceptiblemente, al rincón donde la esencia de su madre seguía escondida, oculta en la cueva más profunda del alma.
"Mi madre... es la alegría del mundo. Y nadie la sostuvo cuando se quebró."
Pero no era del todo cierto.
Allí, más allá de los velos del mundo onírico… él sí había ido.
Morfeo.
Con su pecho aún herido por la furia de Hypnos, su forma quebrada pero firme, había cruzado el umbral del sueño hacia la tierra. No como dios, sino como consuelo vivo.
Y en silencio, había llegado hasta Hebe.
No con promesas. No con juicios.
Sólo con brazos abiertos, con sombra protectora y la quietud de quien comprende lo invisible.
Y Hebe —la eterna doncella hecha mujer por elección y renuncia— se dejó sostener por primera vez.
Y entonces el sol amaneció.
No en el cielo, sino en los bordes de ese instante: la luz no era cálida, era serena; no ardía, acompañaba.
Morfeo no dijo nada. Hebe tampoco. Pero entre sus sombras y su temblor, ella respiró.
Ella, aún niebla, aún sin cuerpo, lo supo.
"Él la sostuvo. Esta vez... alguien sí la sostuvo."
Y por eso, aunque su forma temblaba… no se desvaneció.
Porque el consuelo, aunque aún no le tocaba darlo…
ese día, por fin, sí llegó.
La niebla de Eunoë flotaba inmóvil, silenciosa, en el rincón más apagado del sueño. No sostenía a nadie ese amanecer. No podía. Su forma titilaba, entrecortada, como si la esencia misma de su existencia temblara.
Y en su interior, sin palabras dirigidas a nadie más que al eco del dolor, pensó:
"Quién hubiera dicho que si mi mamá conocía a un idiota más… su corazón se rompería así. Y su ilusión la haría sentir el verdadero dolor de amar."
No entendía aún del todo lo que era el amor. Pero lo había visto: en los suspiros dormidos de los mortales, en los suspiros ahogados de su madre.
"Sea quien seas, amado de Mamá… no sé si fuiste capaz de entender lo que ella te dio con su amistad, con sus regalos, con su amor desbordado. Quizás ella tampoco supo ver lo que todos veían."
La neblina vibró, apenas, como si algo dentro quisiera gritar.
"Que tú… eras el segundo en destruir su corazón otra vez."
El primero había sido un sueño. Uno dulce, falso. Una promesa no cumplida.
"Primero, una pesadilla en sueño rompió su ilusión. Y ahora… una pesadilla en vida la hizo pedazos de nuevo."
Eunoë descendió, imperceptiblemente, al rincón donde la esencia de su madre seguía escondida, oculta en la cueva más profunda del alma.
"Mi madre... es la alegría del mundo. Y nadie la sostuvo cuando se quebró."
Pero no era del todo cierto.
Allí, más allá de los velos del mundo onírico… él sí había ido.
Morfeo.
Con su pecho aún herido por la furia de Hypnos, su forma quebrada pero firme, había cruzado el umbral del sueño hacia la tierra. No como dios, sino como consuelo vivo.
Y en silencio, había llegado hasta Hebe.
No con promesas. No con juicios.
Sólo con brazos abiertos, con sombra protectora y la quietud de quien comprende lo invisible.
Y Hebe —la eterna doncella hecha mujer por elección y renuncia— se dejó sostener por primera vez.
Y entonces el sol amaneció.
No en el cielo, sino en los bordes de ese instante: la luz no era cálida, era serena; no ardía, acompañaba.
Morfeo no dijo nada. Hebe tampoco. Pero entre sus sombras y su temblor, ella respiró.
Ella, aún niebla, aún sin cuerpo, lo supo.
"Él la sostuvo. Esta vez... alguien sí la sostuvo."
Y por eso, aunque su forma temblaba… no se desvaneció.
Porque el consuelo, aunque aún no le tocaba darlo…
ese día, por fin, sí llegó.

