En el vasto mar de los sueños, donde los límites del tiempo se disuelven y el lenguaje es un eco de lo no dicho, como pequeña neblina plateada suave y delicada flotaba como un suspiro contenido. Su forma era bruma plateada, filamentos suaves que danzaban entre los pliegues del inconsciente humano, sin romperlos, sin perturbarlos. Tal como Morfeo le enseñó, no venía a curar, ni a redimir. Venía a sostener.
Cada destello era un alma dormida. Un niño que temía olvidar el rostro de su madre. Un anciano atrapado en un recuerdo sin final. Una joven que soñaba con correr, aunque su cuerpo ya no pudiera hacerlo. Eunoë se acercaba a cada uno sin prisa, envolviendo su esencia en un abrigo leve, sin peso ni sombra. No hablaba, porque allí no hacía falta. Su presencia era lo suficiente. Era la brisa que refresca en medio de una pesadilla, el instante donde el corazón se siente menos solo, sin saber por qué.
Se posó sobre un destello tembloroso: una mujer dormía con lágrimas aún frescas en su almohada. Sus sueños eran un campo abierto, sin refugio, lleno de voces que no cesaban. No intentó silenciarlas. Se dejó caer como rocío sobre su pecho, y las voces comenzaron a sonar más lejanas, más suaves. El campo siguió allí... pero ya no era hostil. Por un momento, la mujer suspiró, y en ese suspiro Eunoë sintió el reconocimiento mudo de una presencia.
Y entonces, con un dejo de ternura antigua, pensó: “No soy su escudo, ni su salvación. Solo soy su neblina. Su compañía. Su consuelo.”
Y se fue, con la misma delicadeza con la que había llegado, dejando una flor de diente de leon luminosa que flotaba en el borde del sueño. No era real. Pero tampoco lo era la angustia. Ambas cosas vivían allí, como hermanas.
Y ella, hija del consuelo esperanzador y de cierta forma pululaba siendo guiadas por las palabras de Morfeo, seguía anidando, una vigilia suave en cada corazón dormido.
𓆩ꨄ𓆪 Dulces sueños~
Cada destello era un alma dormida. Un niño que temía olvidar el rostro de su madre. Un anciano atrapado en un recuerdo sin final. Una joven que soñaba con correr, aunque su cuerpo ya no pudiera hacerlo. Eunoë se acercaba a cada uno sin prisa, envolviendo su esencia en un abrigo leve, sin peso ni sombra. No hablaba, porque allí no hacía falta. Su presencia era lo suficiente. Era la brisa que refresca en medio de una pesadilla, el instante donde el corazón se siente menos solo, sin saber por qué.
Se posó sobre un destello tembloroso: una mujer dormía con lágrimas aún frescas en su almohada. Sus sueños eran un campo abierto, sin refugio, lleno de voces que no cesaban. No intentó silenciarlas. Se dejó caer como rocío sobre su pecho, y las voces comenzaron a sonar más lejanas, más suaves. El campo siguió allí... pero ya no era hostil. Por un momento, la mujer suspiró, y en ese suspiro Eunoë sintió el reconocimiento mudo de una presencia.
Y entonces, con un dejo de ternura antigua, pensó: “No soy su escudo, ni su salvación. Solo soy su neblina. Su compañía. Su consuelo.”
Y se fue, con la misma delicadeza con la que había llegado, dejando una flor de diente de leon luminosa que flotaba en el borde del sueño. No era real. Pero tampoco lo era la angustia. Ambas cosas vivían allí, como hermanas.
Y ella, hija del consuelo esperanzador y de cierta forma pululaba siendo guiadas por las palabras de Morfeo, seguía anidando, una vigilia suave en cada corazón dormido.
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En el vasto mar de los sueños, donde los límites del tiempo se disuelven y el lenguaje es un eco de lo no dicho, como pequeña neblina plateada suave y delicada flotaba como un suspiro contenido. Su forma era bruma plateada, filamentos suaves que danzaban entre los pliegues del inconsciente humano, sin romperlos, sin perturbarlos. Tal como Morfeo le enseñó, no venía a curar, ni a redimir. Venía a sostener.
Cada destello era un alma dormida. Un niño que temía olvidar el rostro de su madre. Un anciano atrapado en un recuerdo sin final. Una joven que soñaba con correr, aunque su cuerpo ya no pudiera hacerlo. Eunoë se acercaba a cada uno sin prisa, envolviendo su esencia en un abrigo leve, sin peso ni sombra. No hablaba, porque allí no hacía falta. Su presencia era lo suficiente. Era la brisa que refresca en medio de una pesadilla, el instante donde el corazón se siente menos solo, sin saber por qué.
Se posó sobre un destello tembloroso: una mujer dormía con lágrimas aún frescas en su almohada. Sus sueños eran un campo abierto, sin refugio, lleno de voces que no cesaban. No intentó silenciarlas. Se dejó caer como rocío sobre su pecho, y las voces comenzaron a sonar más lejanas, más suaves. El campo siguió allí... pero ya no era hostil. Por un momento, la mujer suspiró, y en ese suspiro Eunoë sintió el reconocimiento mudo de una presencia.
Y entonces, con un dejo de ternura antigua, pensó: “No soy su escudo, ni su salvación. Solo soy su neblina. Su compañía. Su consuelo.”
Y se fue, con la misma delicadeza con la que había llegado, dejando una flor de diente de leon luminosa que flotaba en el borde del sueño. No era real. Pero tampoco lo era la angustia. Ambas cosas vivían allí, como hermanas.
Y ella, hija del consuelo esperanzador y de cierta forma pululaba siendo guiadas por las palabras de Morfeo, seguía anidando, una vigilia suave en cada corazón dormido.
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